... desde cómo se hace una aguja hasta cómo se funde un cañón... Hilde
había empezado a leer el capítulo sobre el Renacimiento cuando de pronto oyó la puerta de abajo. Miró
el reloj. Eran Las cuatro.
La madre subió la escalera corriendo y abrió la puerta.
–¿No has estado en la iglesia?
–Sí, sí.
–Pero... ¿con qué ropa?
–Con la que llevo ahora.
–¿En camisón?
–Mmm... He estado en la Iglesia de María.
–¿La Iglesia de María?
–Es una vieja iglesia de la Edad Media.
–¡Hilde!
Dejó la carpeta y miró a su madre.
–Me olvidé de la hora, mamá. Lo siento, pero estoy leyendo algo
apasionante, ¿sabes?.
La madre no pudo sino sonreír;
–Es un libro mágico, –añadió Hilde.
–Bueno, bueno. Y una vez más: felicidades, Hilde.
–¡No sé si soporto ya más felicitaciones!
–Pero yo no... Bueno, me voy a acostar un rato, y luego haré una cena
estupenda. He comprado fresones.
–Yo seguiré leyendo.
La madre desapareció y Hilde siguió leyendo.
Sofía acompañó a Hermes a través de la ciudad. En el Portal de Alberto
encontró una nueva postal del Líbano fechada el 15. 6 De pronto entendió el
sistema de las fechas. Las Postales fechadas antes del 15 de junio eran “copias» de
postales que Hilde ya había recibido. Las que llevaban la fecha de hoy sólo le
llegaban mediante la carpeta de anillas.
Querida Hilde. Sofía está llegando a casa del Profesor de filosofía.
Ella pronto cumplirá quince años, pero tú ya los cumpliste ayer ¿O es hoy,
Hildecita? Si es hoy será muy adentrado el día... Hilde leyó cómo Alberto
explicaba a Sofía el Renacimiento y la nueva ciencia, los
racionalistas del siglo XVII y el empirismo británico.
Reaccionó varias veces al encontrarse con nuevas postales y felicitaciones
que su padre había pegado a las narraciones. Había conseguido que esos
comunicados se cayesen de cuadernos, apareciesen en el interior de un plátano y
se metieran dentro de un ordenador. Sin costarle el más mínimo esfuerzo
conseguía que Alberto tuviera lapsus al hablar y llamara Hilde a Sofía. El
colmo era que hubiera hecho hablar a Hermes: «¡ Felicidades, Hilde!».
Hilde estaba de acuerdo con Alberto en que se estaba pasando al compararse
a sí mismo con Dios y con la providencia divina.
¿Pero con quién estaba realmente de acuerdo en ese caso? ¿No era su padre
el que había puesto esas palabras de reproche, o de reproche hacia él mismo, en boca de Alberto? Llegó a
pensar que la comparación con Dios no era tan mala a pesar de todo. Su padre
era más o menos un dios omnipotente para el mundo de Sofía.
Cuando Alberto estaba a punto de empezar a hablar de Berkeley Hilde
estaba tan expectante como lo había estado Sofía. ¿Qué pasaría ahora? Desde
hacía tiempo se veía venir que algo muy especial iba a suceder cuando llegaran
a este filósofo que había negado la existencia de un mundo material fuera de la
conciencia del hombre. Pues Hilde ya había consultado la enciclopedia.
Empezó con que estaban delante de la ventana viendo que el padre de Hilde había
enviado un avión con una cinta donde ponía «Felicidades» y que surcaba el aire.
Al mismo tiempo empezaron a aparecer «nubes negras en la lejanía».
«Ser o no ser» no es, pues, toda la cuestión. Otra cuestión es qué somos.
¿Somos personas reales? ¿Nuestro mundo está compuesto por cosas verdaderas, o
estamos rodeados de conciencia?
No era de extrañar que Sofía comenzara a morderse las uñas. Hilde nunca
había tenido ese vicio pero en ese momento no se sentía muy valiente ella
tampoco.
Y resultó que: «... para nosotros esa “voluntad o espíritu” que causa ‘todo
en todo” también podría ser el padre de Hilde».
¿Quieres decir que ha sido como una especie de Dios para nosotros?
–Sin modestia, sí. ¡Pero debería darle vergüenza!
–¿Y qué pasa con Hilde?
–Ella es un ángel, Sofía.
–¿Un ángel?
–Hilde es aquella a la que se dirige el «espíritu».
Con esto, Sofía se marchó corriendo de casa de Alberto y salió a la
tormenta. ¿Podría haber sido la misma tormenta que había llegado
a Bjerkely unas horas después de que Sofía cruzara, la ciudad corriendo?
Mañana es mi cumpleaños, pensó. ¿No resultaba demasiado penoso tener que
reconocer que la vida es un sueño justo el día antes de cumplir quince años?
Era como soñar que te tocaban diez millones en la lotería y de repente, justo
antes del gran sorteo, darte cuenta de que todo había sido un sueño.
Sofía cruzó corriendo el campo de deportes mojado. De repente se dio cuenta
de que una persona venía corriendo hacia ella. Era su madre. Los rayos
reventaron el cielo repetidamente. Cuando se encontraron las dos, la madre la
abrazó.
–¿Qué es lo que nos está sucediendo, mi pequeña?
–No lo sé - contestó Sofía llorando. Es como una pesadilla.
Hilde notó que sus ojos estaban húmedos. «Ser o no ser, ésa es la
cuestión.”
Tiró la carpeta sobre la cama y se levantó para pasearse por la habitación.
Al final se puso delante del espejo de latón, y allí se quedó de pie hasta que
su madre vino a avisarla de que estaba preparada la cena. Cuando llamó a la
puerta, Hilde no tenía idea de cuánto tiempo había estado así, de pie. Pero
estaba segura, estaba totalmente segura de que el reflejo del espejo le había
guiñado los ojos.
Durante la cena intentó ser una homenajeada agradecida. Pero estaba
pensando constantemente en Alberto y Sofía.
¿Qué les pasaría ahora que sabían que el padre de Hilde era el que decidía
todo? Aunque... saber saber... en realidad no sabían nada.
¿No era más bien que papá hacía como si supieran? Pero de todos modos el
problema seguía siendo el mismo: ahora que Sofía y Alberto lo «sabían» todo,
habían llegado en cierta manera al final del camino.
Estuvo a punto de atragantarse con un trozo grande de patata, cuando de
pronto se dio cuenta de que ese planteamiento a lo mejor era también aplicable
a su propio mundo. Los hombres habían llegado cada vez más lejos en la comprensión
de las leyes de la naturaleza. ¿La Historia podía simplemente seguir y seguir
incluso después de que las últimas piezas de los puzles (abstracto) de la
filosofía y de la ciencia se hubiesen colocado? ¿O los hombres se estaban acercando
al fin de la Historia? No había una conexión entre el desarrollo del pensamiento
y de la ciencia, por un lado, y el efecto invernadero y selvas tropicales
quemadas, por el otro? Quizás no fuera, al fin y al cabo, ninguna tontería
llamar «pecado original» a la necesidad del hombre de saber.
Esta pregunta era tan grande y tan aterradora que Hilde intentó olvidarse
de ella. Además seguramente entendería más al seguir leyendo el regalo de
cumpleaños de papá.
Cuando se terminaron el helado con fresas italianas, dijo la madre:
–Ahora haremos exactamente lo que más te apetezca.
–Sé que suena un poco raro, pero sólo tengo ganas de seguir leyendo el
regalo de papá.
–Sí, pero no debes permitir que te deje completamente aturdida.
–No te preocupes.
Hilde se acordó de cómo Sofía había hablado con su ma-dre. ¿A lo mejor papá
había metido algo de la madre de Hilde en esa otra madre? Decidió no hablar de
conejos blancos que se sacan del sombrero de copa del universo, al menos no
hoy.
–Por cierto... –dijo al levantarse de la mesa.
–No encuentro mi cruz de oro.
La madre la miró con cara de misterio.
–La encontré junto al muelle hace muchas semanas. ¡Debiste de perderla
allí, despistada!
–¿Se lo has contado a papá?
–No me acuerdo pues, sí, supongo.
–¿Entonces dónde está?
Su madre fue a buscarla en su propio joyero. Hilde oyó un grito de sorpresa
desde el dormitorio: pronto volvió al salón.
–¿Sabes... ?, en este momento no la encuentro.
–Lo suponía.
Abrazó a su madre y subió a la buhardilla de nuevo. Por fin pudo seguir
leyendo sobre Sofía y Alberto. Se tumbó en la cama con la pesada carpeta sobre
las rodillas
Sofía se despertó cuando su madre entró en su cuarto con una bandeja llena
de regalos. En una botella vacía había metido una bandera.
–¡Felicidades, Sofía!
Sofía se restregó los ojos para despertarse. Intentó acordarse de todo lo
que había pasado el día anterior. Pero todo eran simplemente piezas sueltas de
un rompecabezas. Una de las piezas era Alberto, otras eran Hilde y el mayor.
Una era Berkeley, otra era Bjerkely. La pieza más negra era la tremenda
tormenta.
Casi le había dado una especie de ataque de nervios. Su madre le había dado
un masaje y la había metido en la cama con una taza de leche caliente con miel.
Se había dormido instantáneamente.
Creo que estoy viva balbució.
–Claro que estás viva. Y hoy cumples quince años.
–¿Estás completamente segura?
–Completamente segura. ¿No iba a saber una madre el día en que nació su
única hija? El 13 de junio de 1975..., a la una y media,
Sofía. Fue el momento más feliz de mi vida.
¿Estás segura de que no es todo un sueño?
–Pero al menos es un buen sueño despertarse con panecillos y Fanta y
regalos de cumpleaños.
Dejó la bandeja con los regalos sobre una silla y salió un momento de la
habitación. Cuando volvió trajo otra bandeja esta vez con panecillos y Fanta.
La puso en el extremo de la cama de Sofía y fue como todos los cumpleaños.
Desenvolvieron los paquetes mientras recordaban tiempos pasados, hasta el parto
hacía quince años. Su madre le regaló una raqueta de tenis.
Nunca había jugado al tenis, pero había una pista al aire libre muy cerca de
su casa. Su padre le había enviado un mini-televisor con radio incorporada. La
pantalla no era mayor que una fotografía normal. Y había otras cosas de tías y
de amigos de la familia.
Al cabo de un rato, su madre dijo:
–¿Te parece que debo tomarme el día libre hoy?
–No, ¿por qué?
–Es que ayer estabas muy desconcertada. Si esto sigue así creo que
tendremos que pedir hora a un psicólogo.
Te lo puedes ahorrar.
¿Sólo fue la tormenta, o también fue ese Alberto?
–¿Y tú, qué? «¿Qué nos está pasando, hija mía?», dijiste.
–Me preocupaba que últimamente estuvieras vagando por la ciudad para
encontrarte con extraños. Quizás sea culpa mía...
–Nadie tiene la culpa de que yo haga un pequeño cursillo de filosofía en mi
tiempo libre. Vete al trabajo, mamá. Tenemos una reunión en el colegio hoy a
las diez. Sólo para que nos den las notas y para tomar algo.
–¿Sabes ya las notas?
–Sólo sé que tendré más sobresalientes que la última vez.
Al poco rato de marcharse la madre, sonó el teléfono.
–Sofía Amundsen.
–Soy Alberto.
–Ah...
–El mayor estuvo derrochando dinamita ayer.
–No entiendo lo que quieres decir.
–Los truenos, Sofía.
–No sé qué pensar.
–Esa es la mayor virtud del filósofo. Estoy orgulloso de cuánto has
aprendido en tan poco tiempo.
–Tengo miedo de que nada sea real
–Se llama angustia existencial y suele ser simplemente una
transición a un nuevo conocimiento.
–Creo que necesito una pausa en el curso.
–¿Hay muchas ranas en tu jardín estos días?
Solía tuvo que reírse. Alberto prosiguió.
–Creo que deberíamos seguir trabajando. Por cierto, felicidades.
Tenemos que acabar completamente el curso antes de San Juan.
Es nuestra última esperanza.
–¿Nuestra última esperanza de qué?
–¿Estás cómodamente sentada? Vamos a necesitar un poco de tiempo, ¿sabes?
–Estoy cómoda.
–¿Te acuerdas de Descartes?
–«Pienso, luego existo.”
–Por el momento estamos completamente vacíos en nuestra duda metódica.
Quizás resulte que somos pensamiento, y eso es algo muy distinto a pensar uno
mismo. Tenemos buenas razones para creer que pertenecemos a la imaginación del
padre de Hilde y de ese modo constituimos una especie de entretenimiento en el
cumpleaños de la hija del mayor en Lillesand. ¿Me sigues?
–Sí...
–Pero en esto también va incorporada una contradicción. Si somos fruto de
la imaginación de alguien, no tenemos derecho a «creer» nada en absoluto. En
ese caso, toda esta conversación telefónica es pura imaginación.
–Y entonces no tenemos libre albedrío. Es el mayor el que planifica todo lo
que decimos y hacemos. De modo que simplemente podemos colgar.
–No, ahora estás simplificando demasiado.
–¡ Explícate!
–¿Dirías que una persona planifica todo aquello con lo que sueña? Puede que
el padre de Hilde esté al tanto de todo lo que hacemos, y que intentar escapar
de su omnisciencia resulte tan difícil como intentar escapar de la propia
sombra. Pero puede ser, y por eso he empezado a elaborar un plan, que el mayor
no haya decidido de antemano lo que va a pasar. Puede ser que no lo decida
hasta el mismo momento, es decir, hasta el momento de la creación. Puede que
justo en ese momento tengamos iniciativa propia para dirigir nuestros hechos y
nuestros movimientos. Una iniciativa así estará compuesta de impulsos tremendamente
débiles comparados con los del mayor. Poca resistencia podremos poner contra
fuertes situaciones exteriores tales como perros que hablan, aviones de hélice
con cintas de felicitación, recados en plátanos y truenos encargados de antemano.
Pero no debemos excluir que tengamos una pequeñísima y débil voluntad propia.
–¿Cómo puede ser posible eso?
–El mayor es evidentemente omnisciente en nuestro pequeño mundo, pero no
significa que sea omnipotente. Al menos debemos intentar vivir nuestras vidas
como si no lo fuera.
–Creo que entiendo lo que quieres decir.
–El truco sería poder lograr hacer algo completamente por nuestra cuenta,
me refiero a algo que el mayor ni siquiera fuera capaz de descubrir.
–¿Cómo va a ser eso posible si no existimos?
–¿Quién ha dicho que no existimos? La cuestión no es si existimos sino qué
somos y quién somos. Aunque resultara que solamente somos impulsos en la
compleja mente del mayor, eso no nos quita nuestra poca existencia.
–¿Y tampoco nuestro libre albedrío?
–Estoy en ello, Sofía.
–Pero el padre de Hilde también sabrá que tú “estás en ello».
–Decididamente. Pero no conoce el plan en sí. Intento encontrar un punto
«arquimédico».
–¿Un punto «arquimédico»?
–Arquímedes era un científico helenístico. «Dame un punto fijo», dijo, «y
yo moveré el mundo». Un punto así es lo que tenemos que buscar para podernos
salir del universo interno del mayor.
–Sería una verdadera hazaña.
–Pero no nos vamos a poder escapar antes de haber terminado del todo el
curso de filosofía. Hasta entonces nos tendrá bien cogidos. Al parecer ha
decidido que yo debo guiarte a través de los siglos hasta nuestra propia época.
Pero nos quedan pocos días antes de que coja el avión de vuelta en Oriente
Medio. Si no hemos logrado librarnos de su pegajosa imaginación antes de que
llegue a Bjerkely, entonces estaremos perdidos.
–Me das miedo...
–Primero tendré que darte la primera información indispensable sobre la Ilustración
francesa. Luego tendremos que mirar a grandes rasgos la filosofía de Kant,
antes de acercarnos al Romanticismo. Y para nosotros dos, Hegel
será una pieza importante. Y con él tampoco podemos evitar describir el
indignado ajuste de cuentas de Kierkegaard a la filosofía hegeliana.
También tendremos que decir algunas palabras sobre Marx, Darwin y Freud.
Y si nos da tiempo a hacer unos comentarios concluyentes sobre Sartre y
el existencialismo, el plan podrá ponerse en marcha.
–Eso es mucho para sólo una semana.
–Por eso tenemos que empezar ahora mismo. ¿Puedes venir ahora?
–Tengo que ir al colegio. Nos van a dar las notas y vamos a tomar algo.
–Déjalo. Si somos pura conciencia sólo es pura imaginación el que dulces y
coca-colas y cosas así sepan a algo en absoluto.
–Pero las notas...
–Sofía, o vives en un universo maravilloso en un planeta minúsculo en una
de los millones de galaxias, o constituyes algunos impulsos electromagnéticos
en la conciencia del mayor.
Y tú hablas de «notas». ¡Debería darte vergüenza!
–Lo siento.
–Pero bueno, pásate por el colegio antes de vernos. Podría tener mala
influencia sobre Hilde el que tú hicieras novillos el último día de colegio.
Ella seguramente va al colegio aunque sea su cumpleaños, porque es un ángel.
–Entonces iré justo después del colegio.
–Podemos vernos en la Cabaña del Mayor.
–¿En la Cabaña del Mayor?
–Clic.
Hilde puso la carpeta de anillas sobre las rodillas. Con eso último su
padre lograba que le remordiera un poco la conciencia por haber hecho novillos
el último día del colegio. ¡El granuja! Se quedó un instante meditando en qué
clase de plan podía tramar Alberto. Se sintió tentada a mirar la última hoja de
la carpeta, pero no, eso sería hacer trampa. Más valía darse prisa y seguir
leyendo.
No obstante, estaba convencida de que Alberto si tenía razón en un punto.
Una cosa era que el padre tuviera una especie de control sobre lo que les
sucedía a Sofía y Alberto. Pero seguro que no sabía lo que les iba a suceder
mientras estaba escribiendo. A lo mejor escribía alguna cosa a toda prisa, algo
que no descubriría hasta mucho más tarde. Precisamente en este espacio estaba
la relativa libertad de Sofía y Alberto.
De nuevo Hilde tuvo la sensación de que Sofía y Alberto eran personas
reales. Aunque el mar esté en calma total, no significa que no esté sucediendo
algo en la profundidad, pensó.
¿Pero por qué lo pensó?
Por lo menos no era un pensamiento que se movía en la superficie.
En el colegio todo el mundo felicitó a Sofía.
En cuanto hubo escuchado los últimos “feliz verano» del profesor, Sofía se
fue corriendo a casa. Jorunn intentó retenerla, pero Sofía le dijo que tenía
cosas que hacer.
En el buzón encontró dos postales del Líbano. En ambas postales ponía
«HAPPY BIRTHDAY – 15 YEARS». Eran de esas tarjetas que se compran para los
cumpleaños.
Una de las dos iba dirigida a «Hilde Møller Knag c/o Sofía Amundsen...”.
Pero la otra tarjeta era para la propia Sofía. Ambas llevaban el matasellos del
Batallón de las Naciones Unidas del 15 de junio.
Sofía leyó primero la tarjeta dirigida a ella:
Querida Sofía Amundsen. Hoy también tú te mereces una felicitación.
Felicidades, Sofía. Y gracias por todo lo que has hecho por Hilde hasta ahora.
Atentamente Mayor Albert Knag.
Sofía no sabía muy bien cómo reaccionar al ver que el padre de Hilde le
había enviado una postal también a ella. De alguna manera, le pareció un bonito
detalle.
En la tarjeta para Hilde ponía:
Mi pequeña Hilde. No sé ni en qué día estamos ni qué hora será en Lillesand.
No importa mucho. Si te conozco bien, no es demasiado tarde para mandar desde
aquí una última o al menos penúltima felicitación. ¡Pero tampoco debes quedarte
hasta muy tarde! Alberto pronto te hablará sobre las ideas de la Ilustración
francesa. Se centrará en los siete puntos siguientes:
1. Rebelión contra las autoridades
2. Racionalismo
3, La idea de
«ilustrar»
4. Optimismo
cultural
5. Vuelta a la
naturaleza
6. Cristianismo
humanizado
7. Derechos
humanos
Era evidente que seguía teniéndolos bajo control. Sofía abrió la puerta con
la llave y dejó el boletín de las notas con todos los sobresalientes sobre la
mesa de la cocina. A continuación se metió por el seto y se fue corriendo al
bosque. De nuevo tuvo que cruzar el pequeño lago a remo. Albedo estaba sentado
en los escalones de la cabaña cuando ella llegó. Le hizo señas para que se sentara
a su lado. Hacía bueno, pero de la pequeña laguna subía una húmeda y fresca
corriente. Era como si el tiempo no se hubiese recuperado aún después de la tormenta.
–Vayamos al grano –dijo Alberto–. Después de Hume el siguiente gran
sistematizador fue el alemán Kant. Pero también Francia produjo muchos
pensadores importantes en el siglo XVIII. Podemos decir que el centro de gravedad
filosófico de Europa se encontraba en Inglaterra en la primera mitad del siglo
XVIII, en Francia a mediados del mismo siglo y en Alemania hacia finales.
–Un desplazamiento del Oeste al este, por así decirlo.
–Exactamente, Mencionaré brevemente algunas ideas que fueron comunes en
muchos de los filósofos franceses de la Ilustración, como Montesquieu,
Voltaire, Rousseau y muchos otros. Me he concentrado en siete puntos.
–Ya lo sabía.
Sofía le alcanzó la postal del padre de Hilde. Alberto suspiró
profundamente.
–Podría haberse ahorrado esto... Una primera frase clave es, como ya sabes,
“rebelión contra las autoridades»,
Varios de los filósofos franceses de la Ilustración visitaron Inglaterra, país
que, en muchos aspectos, era más liberal que su propia patria.
Quedaron fascinados por las ciencias naturales inglesas, particularmente
por Newton y su física universal. Pero también fueron inspirados por la
filosofía británica, muy especialmente por Locke y su filosofía política.
De vuelta a su patria, Francia, comenzaron a atacar a las viejas autoridades.
Pensaban que era muy importante adoptar una postura escéptica ante todas
las verdades heredadas, y que el propio individuo tenía que buscar las respuestas
a las preguntas. En este punto estaban influenciados por Descartes.
–Porque él había construido todo desde la base.
–Exacto. La rebelión contra las viejas autoridades se dirigía en parte
contra el poder de la Iglesia, del rey y de la nobleza. En el siglo XVIII
estas instituciones eran mucho más poderosas en Francia que en Inglaterra.
–Y vino la Revolución.
–Sí en 1789. Pero las nuevas ideas llegaron mucho antes. La siguiente
palabra clave es «racionalismo».
–Yo creía que el racionalismo murió con Hume.
–El mismo Hume no murió hasta 1776, aproximadamente veinte años después que
Montesquieu y sólo dos años antes que Voltaire y Rousseau, que
murieron en 1 778 los dos. Pero los tres habían estado en Inglaterra y conocían
bien la filosofía de Locke.
Tal vez recuerdes que Locke no fue un empirista muy consecuente, porque
opinaba, por ejemplo, que tanto la fe en Dios como ciertas normas morales, son
inherentes a la razón del hombre. Este punto es también el núcleo de la
filosofía francesa de la Ilustración.
Dijiste además que los franceses siempre han sido un poco más racionalistas
que los británicos.
–Y esa diferencia tiene sus raíces en la Edad Media. Cuando los ingleses
hablan de «sentido común», los franceses suelen hablar de «evidencia». La
expresión inglesa tiene que ver con la «experiencia común», y la francesa con
«lo evidente», es decir con la razón.
–Entiendo.
–Al igual que los humanistas de la Antigüedad, como Sócrates y los estoicos,
la mayor parte de los filósofos de la Ilustración tenía una fe inquebrantable
en la razón del hombre. Esto era tan destacable que muchos llaman a la época
francesa de la ilustración simplemente «Racionalismo».
Las nuevas ciencias naturales habían demostrado que la naturaleza estaba organizada
racionalmente. Los filósofos de la Ilustración consideraron su cometido construir
una base también para la moral, la religión y la ética, de acuerdo con la razón
inalterable de las personas. Esto fue precisamente lo que condujo a la propia idea
de «Ilustración». Ése fue el punto número tres.
»Ahora hacía falta «ilustrar» a las grandes capas del pueblo, porque ésta
era la condición previa para una sociedad mejor. Se pensaba que la miseria y la
opresión se debían a la ignorancia y a la superstición. Por lo tanto, había que
tomarse muy en serio la educación de los niños y del pueblo en general. No es
una casualidad que la pedagogía como ciencia tenga sus raíces en la
Ilustración.
–Entonces el sistema escolar data de la Edad Media y la pedagogía de la
Ilustración.
–Pues sí, así es. La obra más representativa de la ilustración es una gran
enciclopedia. Me refiero a la Enciclopedia, que salió en 28 tomos entre 1751 y
1772, con aportaciones de todos los grandes filósofos de la Ilustración. «Aquí
está todo», se decía, «desde cómo se hace una aguja hasta cómo se funde un
cañón».
–El siguiente punto es «optimismo cultural».
–Podrías hacerme el favor de no mirar esa postal mientras estoy hablando.
–Perdona.
–En cuanto se difundieran la razón y los conocimientos, la humanidad haría
grandes progresos, pensaron los filósofos de la Ilustración. Era simplemente
cuestión de tiempo que la sinrazón y la ignorancia cedieran ante una humanidad
«ilustrada». Esta idea ha sido predominante en Europa Occidental hasta hace un
par de décadas. Hoy en día ya no estamos tan convencidos de que todo «desarrollo»
sea para bien. Pero incluso esta crítica contra la «civilización» fue planteada
por los filósofos ilustrados franceses.
–Quizás deberíamos haberlos escuchado.
–Algunos de ellos se convirtieron en defensores de «una vuelta a la
naturaleza». Para los filósofos de la época, la naturaleza» significaba casi lo
mismo que la «razón». Porque la razón humana proviene de la naturaleza, al contrario
que la iglesia y la civilización. Señalaron que los «pueblos naturales» a menudo
eran más sanos y más felices que los europeos, debido a que no estaban
«civilizados». Rousseau fue quien lanzó la consigna:
«Tenemos que volver a la naturaleza». Porque la naturaleza es buena, y el
hombre es bueno «por naturaleza». El mal está en la sociedad. Rousseau pensaba
también que el niño debe vivir en su estado «natural» de inocencia mientras
pueda. Podríamos decir que la idea de valorar la infancia en sí data de la
Ilustración. Hasta entonces la infancia había sido considerada más bien como
una preparación a la vida de adulto. Pero somos seres humanos, y vivimos
nuestras vidas en la Tierra también mientras somos niños.
–Ya lo creo.
–Hubo que convertir la religión en algo natural.
–¿Qué querían decir con eso?–Había que colocar la religión en concordancia
con la razón natural de los hombres. Muchos lucharon por lo que podemos llamar
«concepto humanizado del cristianismo», lo cual constituye el punto seis de
nuestra lista. Evidentemente había varios materialistas tan consecuentes que no
creían en ningún Dios, y que por lo tanto tomaron una postura atea. Pero la
mayoría de los filósofos de la Ilustración pensó que era irracional concebir un
mundo sin Dios. Para eso el mundo estaba organizado demasiado racionalmente. El
mismo punto de vista había sido adoptado por Newton, por ejemplo. Asimismo se consideraba
razonable creer en la inmortalidad del alma. Como para Descartes, la cuestión
de si el hombre tiene un alma inmortal se convirtió más en una cuestión de
razón que de fe.
–Eso me resulta un poco extraño. Para mí es un típico ejemplo de aquello
que uno sólo puede creer y no saber.
–Pero tú tampoco vives en el siglo XVIII. Según los filósofos de la
ilustración había que eliminar del cristianismo todos aquellos dogmas
irracionales que se habían añadido a la sencilla predicación de Jesús en el
curso de 1a historia de la iglesia.
–Entonces lo comprendo.
–Muchos también defendieron algo que se llama deísmo.
–¡ Explícate!
–«Deísmo» viene de una idea que dice que Dios creó el mundo alguna vez hace
muchísimo tiempo, pero que desde entonces no ha aparecido ante el mundo. De
esta forma Dios queda reducido a un «ser superior» que sólo se da a conocer
ante los hombres mediante la naturaleza y sus leyes, es decir; no se revela de
ninguna manera «sobrenatural». Un tal «Dios filosófico» lo encontramos también
en Aristóteles, para quien Dios era la «causa primera» o «primer motor» del
universo.
–Entonces sólo nos queda un punto, y se refiere a «derechos humanos».
–Sí, que tal vez sea lo más importante. En general podemos decir que la
filosofía de la Ilustración francesa tenía una orientación más práctica que la
inglesa.
–¿Fueron consecuentes con su filosofía y actuaron de acuerdo con ella?
–Sí, los filósofos de la Ilustración francesa no se contentaron con tener
puntos de vista teóricos sobre el lugar del hombre en la sociedad. Lucharon
activamente a favor de lo que llamaron los «derechos naturales» de los ciudadanos.
En primer lugar se trataba de la lucha contra la censura, y, consecuentemente,
a favor de la libertad de imprenta. Había que garantizar el derecho del
individuo a pensar libremente y a expresar sus ideas referentes a la religión,
la moral y la ética. Además se luchó en contra de la esclavitud de los negros y
a favor de un trato más humano a los delincuentes.
Creo que estoy de acuerdo con casi todo esto. El principio de la
«inviolabilidad del individuo» fue finalmente incorporado a la «Declaración de
los Derechos Humanos», que fue aprobada por la Asamblea Nacional Francesa en 1
789. Esta declaración de derechos humanos constituiría una importante base para
nuestra propia Constitución de 1814.
–Pero todavía hay mucha gente que tiene que luchar por estos derechos.
–Sí, desgraciadamente. Pero los filósofos de la Ilustración querían afirmar
ciertos derechos que todos los seres humanos tenemos simplemente en virtud de
haber nacido seres humanos. Eso era lo que querían decir con «derechos
naturales». Aún hoy en día se habla de un «derecho natural» que a menudo puede
contrastar con las leyes de un determinado país. Todavía hay individuos, o grupos
enteros de la población, que indican este «derecho natural» para rebelarse
contra la falta de derecho, la falta de libertad y la represión.
–¿Y qué pasó con los derechos de la mujer?
–La revolución de 1789 confirmó una serie de derechos que serían válidos
para todos los «ciudadanos». Pero «ciudadano» era más bien considerado el
hombre. Y no obstante vemos precisamente en la revolución francesa los primeros
ejemplos de la lucha de la mujer.
–Ya era hora.
–Ya en 1787 el filósofo ilustrado Condorcet publicó un escrito sobre los
derechos de la mujer. Pensaba que las mujeres tenían los mismos «derechos
naturales» que los hombres. Durante la revolución de 1789 las mujeres
participaron activamente en la lucha contra la vieja sociedad feudal. Eran las
mujeres, por ejemplo, las que iban al frente en las manifestaciones que al
final obligaron al rey a marcharse del palacio de Versalles. En París se
formaron grupos de mujeres. Aparte de la demanda de los mismos derechos
políticos que los hombres, también pedían cambios en las leyes del matrimonio y
en la condición social de la mujer.
–¿Obtuvieron esos derechos?
–No. Como tantas veces más tarde, la cuestión de los derechos de la mujer
surgió en relación con una revolución. Pero en cuanto las cosas se
tranquilizaron dentro de un nuevo orden, se volvió a instaurar la vieja
sociedad machista.
–Típico.
–Una de las que más lucharon a favor de los derechos de la mujer durante la
revolución francesa fue Olympe de Gouges. En 1791, es decir dos años después de
la revolución, hizo pública una declaración sobre los derechos de la mujer. Ya
que la declaración sobre los «derechos de los ciudadanos» no contenía ningún
artículo sobre los «derechos naturales» de las mujeres, Olympe de Couges exigió
para las mujeres los mismos derechos que regían para los hombres.
–¿Cómo le fue?
–Fue ejecutada en 1793. Y se prohibió toda clase de actividad política a la
mujer.
–¡Qué asco!
–Hasta el siglo XIX, no se puso verdaderamente en marcha la lucha de la
mujer, tanto en Francia como en el resto de Europa.
Paulatinamente la lucha iba dando fruto.
En Noruega, por ejemplo las mujeres no obtuvieron el sufragio universal
hasta 1913. Y todavía existen muchos países en los que las mujeres tienen mucho
por qué luchar.
–Pueden contar con mi apoyo.
Alberto se quedó sentado mirando al pequeño lago. Al fin dijo:
–Creo que esto era lo que tenía que decirte sobre la filosofía de la Ilustración.
–¿Por qué dices «creo»?
–No tengo la sensación de que vaya a salir nada más.
Mientras hablaba empezaron a suceder cosas junto al agua. En medio del
lago, el agua comenzó a salir a chorros desde el fondo.
Pronto se levantó algo enorme y feo sobre la superficie.
¡Un monstruo marino! –exclamó Sofía.
La criatura oscura serpenteó varias veces por el agua. Luego volvió al
fondo y el agua se volvió a quedar tan en calma como antes.
Alberto dijo simplemente:
–Entremos en la cabaña.
Se levantaron y entraron en la casita.
Sofía se puso delante de los cuadros de Berkeley y Bjerkely.
Señaló la pintura de Bjerkely y dijo:
–Creo que Hilde vive dentro de este cuadro. Entre los dos cuadros también
había colgado un bordado en el que ponía
«LIBERTAD, IGUALDAD Y FRATER-NIDAD».
Sofía se dirigió a Alberto:
–¿Lo has colgado tú aquí?
Él se limitó a decir que no con la cabeza, con un gesto desolador.
En ese momento Sofía descubrió un sobre en la repisa de la chimenea. «Para
Hilde y Sofía», ponía en el sobre. Sofía entendió en seguida de quién era la
carta, pero el que ya contara también con ella, constituía una novedad.
Abrió el sobre y leyó en voz
alta:
Queridas ambas. El profesor de filosofía de Sofía también debería haber
subrayado la importancia que tuvo la filosofía francesa de la Ilustración para
los ideales y principios sobre los que se basan las Naciones Unidas. Hace
doscientos años el lema «Libertad,
igualdad y fraternidad» contribuyó a unir a la burguesía francesa. Hoy
estas mismas palabras deberían unir al mundo entero. La humanidad es una sola
familia. Nuestros descendientes son nuestros propios hijos y nietos. ¿Qué clase
de mundo van a heredar de nosotros?
Kant
... el cielo estrellado encima de mí y la ley moral dentro de mí...
Alrededor de medianoche Albert Knag llamó por teléfono a casa para
felicitar a Hilde en su decimoquinto cumpleaños.
La madre cogió el teléfono,
–Es para ti, Hilde.
–Soy papá.
–Estás loco. Son casi las doce.
–Sólo quería felicitarte.
–Me has estado felicitando todo el día.
–... pero quería esperar para llamar a que hubiese acabado el día.
–¿Por qué?
–¿No has recibido el regalo?
–Ah, sí. ¡Muchísimas gracias!
–No me tortures. ¿Qué te ha parecido?
–Impresionante. Casi no he comido en todo el día.
–Tienes que comer.
–Sí, pero es tan emocionante,..
–¿Hasta dónde has llegado? Me lo tienes que decir, Hilde.
–Entraron en la Cabaña del Mayor porque tú empezaste a incordiarles con
aquel monstruo marino.
–La Ilustración.
–Y Olympe de Gouges.
–Entonces no me he equivocado mucho después de todo.
–¿Cómo «equivocado»?
Creo que sólo queda ya una felicitación. Pero ésa, en cambio tiene música.
Leeré un poco en la cama antes de dormirme.
–¿Entiendes algo?
–He aprendido más hoy que... que en toda mi vida. Es increíble que ni
siquiera hayan pasado veinticuatro horas des-de que Sofía volvió del colegio y
encontró el primer sobre.
–Pues sí. Es curioso lo poco que hace falta.
–Pero ella me da un poco de pena.
–¿Quién? ¿Mamá?
–No, Sofía claro.
–Ah...
–Está completamente desconcertada, la pobrecita.
–Pero ella sólo es... quiero decir...
–Quieres decir que simplemente es alguien inventado por tú.
–Algo así, sí.
–Yo creo que Sofía y Alberto existen.
–Hablaremos más cuando llegue a casa
–Vale.
–Que tengas un buen día.
–¿Qué has dicho?
–Quiero decir, buenas noches.
–Buenas noches.
Cuando Hilde se acostó media hora más tarde, aún había tanta luz fuera que
podía ver el jardín y la bahía. En esta época del año, apenas se hacía de
noche.
Se imaginó que estaba dentro de un cuadro colgado en una pared de una
pequeña cabaña del bosque. ¿Era posible asomarse desde ese cuadro y mirar lo
que había fuera?
Antes de dormirse siguió leyendo en la carpeta grande de anillas.
Sofía volvió a dejar la carta del padre de Hilde sobre la repisa de la
chimenea.
–Lo de las Naciones Unidas puede ser muy importante –dijo
Alberto–, pero no me gusta que se meta en mis explicaciones.
–No te lo tomes muy a pecho.
–A partir de ahora ignoraré pequeños fenómenos como monstruos marinos y
cosas así. Vamos a sentarnos aquí delante de la ventana. Te hablaré de Kant.
Sofía descubrió un par de gafas sobre una pequeña mesa entre dos sillones.
También se dio cuenta de que las dos lentes eran rojas. ¿Eran una especie de
gafas de sol?
–Son casi las dos-dijo–. Tengo que estar en casa antes de las cinco. Mamá
seguramente tiene planes para el cumpleaños.
–Entonces tenemos tres horas.
–Empieza.
–Immanuel Kant nació en 1724 en la ciudad de Kö-nigsberg, al este de
Prusia. Era hijo de un guarnicionero. Vivió casi toda su vida en su ciudad natal,
donde murió a los 80 años. Venía de un hogar severamente cristiano. Muy
importante para toda su filosofía fue también su propia religiosidad. Para él,
como para Berkeley, era importante salvar la base de la fe cristiana.
–De Berkeley ya he oído bastante, gracias.
–De todos los filósofos de los que hemos hablado hasta ahora, Kant fue el
primero que trabajó en una universidad en calidad de profesor de filosofía. Es
lo que se suele llamar un «filósofo profesional».
–¿Filósofo profesional?
–La palabra «filósofo» se emplea hoy en día con dos significados algo
distintos. Por «filósofo» se entiende ante todo una persona que intenta buscar
sus propias respuestas a las preguntas filosóficas. Pero un «filósofo» también
puede ser un experto en filosofía, sin que él o ella hayan elaborado
necesariamente una filosofía propia.
¿Y Kant fue un filósofo profesional?
Era ambas cosas. Si solamente hubiera sido un buen profesor, es decir, un
experto en los pensamientos de otros filósofos no habría llegado a ocupar un
lugar en la historia de la filosofía.
Pero también es importante tener en cuenta que Kant tenía profundos
conocimientos de la tradición filosófica anterior a él.
Conocía a racionalistas como Descartes y Spinoza, y a empiristas como
Locke, Berkeley y Hume.
–Te dije que no me volvieras a mencionar a Berkeley.
–Recordemos que los racionalistas pensaban que la base de todo conocimiento
humano está en la conciencia del hombre. Y recordemos también que según los
empiristas todo el conocimiento del mundo viene de las percepciones. Además,
Hume señaló que existen unos límites muy claros para las conclusiones que
podemos sacar de nues-tras sensaciones.
–¿Con quién de ellos estaba de acuerdo Kant?
Opinaba que ambos tenían algo de razón, pero también opinaba que los dos se
equivocaban en algo. Lo que les ocupaba a todos era: ¿qué podemos saber del
mundo? Esta pregunta filosófica era común en todos los filósofos posteriores a
Descartes. Se mencionaron dos posibilidades: ¿el mundo es exactamente como
lo percibimos? ¿O es como se presenta a nuestra razón?
–¿Y qué opinaba Kant?
–Kant opinaba que tanto la percepción como la razón juegan un importante
papel cuando percibimos el mundo. Pero pensaba que los racionalistas exageraban
en lo que puede aportar la razón, y pensaba que los empiristas habían hecho
demasiado hincapié en
la percepción.
–Si no me pones pronto un buen ejemplo, todo queda en simple palabrería.
–En principio Kant está de acuerdo con Hume y empiristas en que todos
nuestros conocimientos sobre el mundo provienen de las percepciones. Pero, y en
este punto les da la mano a los racionalistas, también hay en nuestra razón
importantes condiciones de cómo captamos el mundo a nuestro alrededor.
Hay ciertas condiciones en la mente del ser humano que contribuyen a determinar
nuestro concepto del mundo.
–¿Eso ha sido un ejemplo?
–Hagamos mejor un pequeño ejercicio. Coge esas gafas que están en la mesa.
Muy bien. ¡Y ahora póntelas!
Sofía se puso las gafas. Todo se coloreó de rojo a su alrededor.
Los colores claros se volvieron color rosa, y los colores oscuros se
volvieron rojo oscuro.
–¿Qué ves?
–Veo exactamente lo mismo que antes, sólo que todo está rojo.
–Eso es porque las lentes ponen un claro límite a cómo puedes percibir la
realidad. Todo lo que ves proviene del mundo de fuera de ti, pero el cómo lo
ves también está relacionado con las lentes, ya que no puedes decir que el
mundo sea rojo aunque tú lo percibas así.
–Claro que no...
–Si ahora te dieras un paseo por el bosque, o si te fueras a casa, verías
todo de la misma manera que lo has visto siempre. Sólo que todo lo que verías
estaría rojo.
–Mientras no me quite las gafas.
–Así, Sofía, exactamente así, opinaba Kant que hay determinadas
disposiciones en nuestra razón, y que estas disposiciones marcan todas nuestras
percepciones.
–¿De qué clase de disposiciones se trata?
Todo lo que vemos lo percibiremos ante todo como un fenómeno en el tiempo y
en el espacio. Kant llamaba al Tiempo y al Espacio «las dos formas» de
sensibilidad» del hombre. Y subraya que estas dos formas de nuestra conciencia
son anteriores a cualquier experiencia. Esto significa que antes de
experimentar algo, sabemos que sea lo que sea, lo captaremos como un fenómeno
en el tiempo y en el espacio. Porque no somos capaces de quitarnos las «lentes»
de la razón.
¿Quería decir con eso que intuir las cosas en el tiempo y en el espacio es
una cualidad innata?
–De alguna manera sí. Lo que vemos depende además de si nos criamos en
Groenlandia o en la India. Pero en todas partes experimentamos el mundo como procesos
en el tiempo y en el espacio. Es algo que podemos decir de antemano.
–¿Pero no son el tiempo y el espacio algo que está fuera de nosotros?
–No, la idea de Kant es que el tiempo y el espacio pertenecen a la
constitución humana. El tiempo y el espacio son ante todo cualidades de nuestra
razón y no cualidades del mundo.
–Ésta es una nueva manera de verlo.
–Quiere decir que la conciencia del ser humano no es una «pizarra» pasiva
que sólo recibe las sensaciones desde fuera. Es un ente que moldea activamente.
La propia conciencia contribuye a formar nuestro concepto del mundo. Tal vez
puedas compararlo con lo que ocurre cuando echas agua en una jarra de cristal.
El agua se adapta a la forma de la jarra. De la misma manera se adaptan las sensaciones
a nuestras «formas de sensibilidad».
–Creo que entiendo lo que dices.
–Kant decía que no sólo es la conciencia la que se adapta a las cosas. Las
cosas también se adaptan a la conciencia. Kant lo llamaba el «giro copernicano»
en la cuestión sobre el conocimiento humano. Con eso quería decir que la idea
era tan nueva y tan radical mente diferente a las ideas antiguas como cuando
Copérnico había señalado que es la Tierra la que gira alrededor del sol, y no
al revés.
–Ahora entiendo lo que quería decir cuando decía que tanto los
racionalistas como los empiristas tenían algo de razón. En cierta manera los
racionalistas se habían olvi-dado de la importancia de la experiencia, y los
empiristas habían cerrado los ojos a cómo nuestra propia razón marca nuestra
percepción del mundo.
–Y la propia ley de causa-efecto, que en opinión de Hume no podía ser
percibida por el ser humano, forma parte, según Kant, de la razón humana.
–¡Explica!
–Te acordarás de que Hume había afirmado que sólo es nuestro hábito el que
hace que percibamos una conexión necesaria de causas detrás de todos los
procesos de la naturaleza. Según Hume no podíamos percibir que la bola negra de
biliar era la causa de que la bola blanca se pusiera en movimiento, Por lo
tanto tampoco podemos afirmar que la bola negra siempre pondrá a la bola blanca
en marcha.
–Me acuerdo.
–Pero justamente eso, que según Hume no se puede probar, Kant lo incluye
como una cualidad de la razón humana. La ley causal rige siempre y de manera
absoluta simplemente porque la razón del hombre capta todo lo que sucede como
una relación causa efecto,
–Yo prefiero creer que la ley causal está en la misma naturaleza y no en
los seres humanos.
–La idea de Kant es que al menos está en nosotros.
Está de acuerdo con Hume en que no podemos saber nada seguro sobre cómo es
el mundo «en sí». Sólo podemos saber cómo es «para mí», es decir para todos los
seres huma-nos. Esta separación que hace Kant entre «das Ding an sich» y «das
Ding für mich» («la cosa en si» y «la cosa para mí», constituye su aportación
más importante a la filosofía.
–No soy muy buena en alemán.
–Kant hizo una clara separación entre la «cosa en sí» y la «cosa para mi».
Nunca podremos saber del todo cómo son las cosas «en sí». Sólo podemos saber
cómo las cosas aparecen ante nosotros. En cambio antes de cada experiencia
podemos decir algo sobre cómo las cosas son percibidas por la razón de los
hombres.
–¿Podemos?
–Antes de salir por la mañana no puedes saber nada de lo que vas a ver o
percibir durante el día. Pero puedes saber que aquello que veas y experimentes
lo percibirás como un suceso en el tiempo y en el espacio. Además puedes estar
segura de que la ley causal rige simplemente por-que la llevas encima, como una
parte de tu conciencia.
–¿Pero podríamos haber sido creados distintos?
–Sí, podríamos haber tenido otros sentidos, y otro sentido del tiempo y
otra percepción del espacio. Además podríamos haber sido creados de manera que
no hubiéramos buscado las causas de los sucesos de nuestro entorno.
–¿Tienes algún ejemplo?
–Imagínate un gato tumbado en el suelo. Imagínate que una pelota entra en
la habitación. ¿Qué haría el gato en ese caso?
–Lo he visto muchas veces. El gato correría detrás de la pelota.
–De acuerdo. Imagínate luego que eres tú la que estás sentada en una
habitación y que de pronto entra una pe-lota rodando. ¿Tú también te irías
corriendo detrás de 1a pelota?
–Antes de hacer algo giraría la cabeza para ver de dónde viene la pelota.
–Sí, porque eres una persona, y buscarás indefectiblemente la causa de
cualquier suceso. La ley causal forma parte, pues, de tu propia constitución.
–¿Eso es verdad?
–Hume había señalado que no podemos percibir ni probar las leyes de la
naturaleza. Esto le inquietaba a Kant, pero pensaba que sería capaz de señalar
la absoluta validez de las leyes de la naturaleza mostrando que en realidad
estamos hablando de las leyes para el conocimiento humano.
–¿Un niño pequeño daría la vuelta para averiguar quién ha tirado la pelota?
–Tal vez no. Pero Kant señala que la razón en un niño no se desarrolla
totalmente hasta que no tiene mate-rial de los sentidos con el que trabajar. En
realidad no tiene ningún sentido hablar de una razón vacía.
–No, sería una extraña razón.
–Entonces podemos hacer una especie de resumen. Según Kant hay dos cosas que
contribuyen a cómo las personas perciben el mundo. Una son las condiciones
exteriores, de las cuales no podemos saber nada hasta que las percibimos. A
esto lo podemos llamar el material del conocimiento. La segunda son las
condiciones internas del mismo ser humano, por ejemplo, el que todo lo
percibimos como sucesos en el tiempo y en el espacio y además como procesos que
siguen una ley causal inquebrantable. Esto lo podríamos llamar la forma del
conocimiento.
Alberto y Sofía se quedaron sentados mirando un instante por la ventana. De
pronto Sofía vio a una niña que apareció entre los árboles al otro lado del
lago.
–¡Mira! –dijo Sofía–. ¿Quién es?
No lo sé.
Apareció solamente durante unos instantes, luego desapareció.
Sofía se dio cuenta de que llevaba algo rojo en la cabeza.
–De todas formas no debemos dejarnos distraer por cosas así.
–Continúa entonces.
–Kant también señaló que está claramente delimi-tado lo que el hombre puede
conocer mediante la razón. Podríamos decir quizás que las «lentes» de la razón
ponen algunos de esos límites.
–¿Cómo?
–¿Recuerdas que los filósofos anteriores a Kant discutieron las «grandes»
cuestiones filosóficas, por ejemplo si el hombre tiene un alma inmortal, si hay
un dios, si la naturaleza está formada por partículas pequeñas indivisibles o
si el universo es finito o infinito?
–Sí.
–Kant pensaba que el ser humano no puede obtener conocimientos seguros
sobre tales cuestiones, lo cual no
Significa que rechace ese tipo de planteamientos. Al contrario. Si hubiera rechazado
esas cuestiones sin más, no podríamos considerarlo un auténtico filósofo.
–¿Entonces qué hizo?
–Tienes que tener un poco de paciencia. Cuando se refiere a las grandes
cuestiones filosóficas, Kant opina que la razón opera fuera de los límites del conocimiento
humano. Al mismo tiempo es inherente a la naturaleza del hombre, o a su razón,
una necesidad fundamental de plantear precisamente cuestiones de este tipo.
Pero cuando preguntamos, por ejemplo, si el universo es finito o infinito,
planteamos una pregunta sobre una unidad de la que nosotros mismos formamos una
pequeña parte. Por lo tanto jamás podremos conocer plenamente esa unidad.
–¿Por qué no?
–Cuando te pusiste las gafas rojas demostramos que según Kant hay dos
elementos que contribuyen a conocimiento del mundo.
–La percepción y la razón.
Sí, el material de nuestros sentidos nos viene a través de los sentidos,
pero el material también se adapta a las cualidades de la razón. Forma parte,
por ejemplo, de las cualidades de la razón el preguntar por la causa de un
suceso.
–Como por ejemplo el por qué una pelota rueda por el suelo.
–Si quieres. Pero cuando nos preguntamos de dónde procede el mundo y
discutimos las posibles respuestas, entonces la razón está en cierta manera
vacía, porque no tiene ningún material de los sentidos que «tratar», no tiene
ninguna experiencia en la que –Tan razonable como irrazonable sería afirmar
cual-quiera de las dos cosas.
–Y finalmente, también fracasaremos si mediante la razón intentamos probar
la existencia de Dios. Sobre este tema, los racionalistas, por ejemplo
Descartes, habían in-tentado demostrar que tiene que haber un dios simplemente
porque tenemos una idea de un «ser perfecto». Otros, por ejemplo Aristóteles y
Santo Tomás de Aquino, dedujeron que tiene que haber un dios porque todas las
cosas tienen que tener una causa inicial.
–¿Y qué opina Kant?
–Rechaza las dos pruebas de la existencia de Dios. Ni la razón ni la
experiencia poseen ningún fundamento seguro para poder afirmar que existe un
dios. Para la razón es tan probable como improbable que haya un dios.
–Pero empezaste diciendo que Kant quiso salvar los fundamentos de la fe
cristiana.
–Sí, efectivamente abre la posibilidad de una dimensión religiosa. Donde fracasan
la experiencia y la razón surge un vacío que puede llenarse dele religiosa.
–¿Y de esa manera salvó el cristianismo?
–Puedes expresarlo así, si quieres. Hay que tener en cuenta que Kant era
protestante. Desde la Reforma un rasgo característico del cristianismo
protestante es que se ha basado en la fe. Desde la Edad Media la Iglesia
católica ha tenido más confianza en que la razón pueda servir de apoyo a la fe.
–Entiendo.
Pero Kant no se contentó con afirmar que estas cues-tiones últimas tienen
que dejarse en manos de la fe del hombre, sino que también era prácticamente
necesario para la moral de los hombres suponer que tienen un alma inmortal, que
hay un dios, y que el hombre tiene libre albedrío.
Entonces hace casi como Descartes. Primero es-tuvo muy crítico, según
estamos viendo. Luego se mete por la puerta de atrás a Dios y a algo más.
–Pero al contrario que Descartes, Kant no deja de señalar clarísimamente que
no es la razón la que ha llevado a este punto de vista, sino la fe. A esta fe
en un alma inmortal, en la existencia de un dios y en el libre albedrío la
denomina postulados prácticos.
–¿Y qué significa eso?
–«Postular» significa afirmar algo que no se puede probar. Con «postulado
práctico», Kant se refiere a algo que hay que afirmar para la «práctica» del
hombre, es decir para la moral del hombre.
«Es moralmente necesario suponer la existencia de Dios», decía.
De pronto alguien llamó a la puerta. Sofía se levantó, pero al ver que
Alberto no hacía ningún ademán de levantarse, ella dijo:
–¿Tendremos que abrir, no?
Alberto se encogió de hombros, pero finalmente se levantó él también.
Abrieron la puerta y vieron fuera una niña que llevaba un vestido blanco de
verano y una capucha roja en la cabeza. Era la misma niña que habían visto al
otro lado del pequeño lago.
Llevaba una cesta con comida colgada del brazo.
–Hola –dijo Sofía–. ¿Quién eres tú?
–¿No ves que soy Caperucita Roja?
Sofía miró a Alberto, y Alberto asintió.
–¿Has oído lo que acaba de decir?
–Estoy buscando la casa de mi abuela –dijo la niña- Está vieja y enferma y
le traigo comida.
–No es aquí –dijo Alberto–. Así que debes darte prisa y seguir tu camino.
Lo dijo haciendo un gesto con la mano que a Sofía le recordó al gesto que
se hace para ahuyentar a una mosca molesta.
Pero tengo que entregar una carta –continuó la niña de la capucha roja.
Sacó un pequeño sobre que dio a Sofía. A continuación, prosiguió su camino.
–¡Cuídate del lobo! –gritó Sofía.
Alberto estaba ya entrando en la salita de nuevo. Sofía le siguió y se
sentó en el mismo sillón de antes.
–Fíjate, era Caperucita Roja –dijo Sofía.
–Y no sirve de nada avisarla. Ahora irá a casa de su abuela, y allí la
comerá el lobo. No aprenderá nunca, todo esto se repetirá eternamente.
Pero nunca he oído decir que llamara a otra puerta antes de llegar a casa
de su abuela.
Un detalle insignificante, Sofía.
Entonces Sofía se fijó en el sobre que la niña le había dado. Fuera ponía
«Para Hilde». Abrió el sobre y leyó en voz alta:
Querida Hilde. Si el cerebro del ser humano fuera tan sencillo que lo
pudiéramos entender, entonces seríamos tan estúpidos que tampoco lo
entenderíamos.
Abrazos, papá.
Alberto asintió.
–Es verdad. Y creo que Kant podría haber dicho algo parecido. No podemos
esperar entender lo que somos.
Quizás podamos llegar a entender plenamente una flor o un insecto pero jamás
podremos entendernos del todo a nosotros mismos. Y aún menos debemos esperar
que vayamos a entender todo el universo.
Solía volvió a leer la extraña frase una y otra vez, pe-ro Alberto
continuo.
–Habíamos dicho que no nos dejaríamos estorbar por monstruos marinos y
cosas por el estilo. Antes de aca-bar hoy quiero explicarte la ética de Kant.
–Date prisa, porque tengo que irme a casa pronto.
–El escepticismo de Hume sobre lo que nos pueden decir la razón y los
sentidos obligó a Kant a reflexionar de nuevo sobre algunas de las cuestiones
vitales, entre ellas las del campo de la moral.
–Hume dijo que no se puede probar lo que es bueno y lo que es malo, porque
del «es» no podemos deducir el «debe ser».
Según Hume no eran ni nuestra razón ni nuestros sentidos los que decidían
la diferencia entre el bien y el mal. Eran simplemente los sentimientos. Este
fundamento le pareció poco sólido a Kant.
–Lo comprendo muy bien.
–Kant partía ya del punto de vista de que la diferencia entre el bien y el
mal es algo verdaderamente real. En eso estaba de acuerdo con los
racionalistas, quienes habían señalado que es inherente a la razón del hombre
el saber distinguir entre el bien y el mal. Todos los seres humanos sabemos lo
que está bien y lo que está mal, y lo sabemos no sólo porque lo hemos
aprendido, sino porque es inherente a nuestra mente. Según Kant todos los seres
humanos tenemos una «razón práctica», es decir una capacidad de razonar que en
cada momento nos dirá lo que es bueno y lo que es malo moralmente.
–¿Entonces es algo innato?
–La capacidad de distinguir entre el bien y el mal es tan innata como las
demás cualidades de la razón. De la misma manera que todos los seres humanos
tienen las mismas formas de razón, por ejemplo el que percibamos todo como algo
determinado causalmente todos tenemos también acceso a la misma ley moral
universal. Esta ley moral tiene la misma validez absoluta que las leyes físicas
de la naturaleza. Tan fundamental es para nuestra vida moral que todo tenga una
causa como para nuestra vida racional que 7+5=12.
–¿Y qué dice esa ley moral?
–Dado que es anterior a cualquier experiencia, es «formal», es decir, no
está relacionada con eterminadas situaciones de elección moral. Es válida para
todas las personas en todas las sociedades y en cualquier época. No te dice,
por tanto, que no debes hacer esto o aquello si te encuentras en esta o aquella
situación. Te dice cómo debes actuar en todas las situaciones.
–¿Pero de qué nos sirve tener dentro una «ley moral» si no nos dice nada sobre
cómo debemos actuar en situaciones determinadas?
–Kant formuló la ley moral como un imperativo categórico, con lo cual quiso
decir que la ley moral es «categórica», es decir, válida en todas las situaciones.
Además es un «imperativo», es decir, es «preceptiva» o, en otras palabras,
completamente ineludible.
–Vale...
–No obstante, Kant formula este «imperativo categórico» de varias maneras.
En primer lugar dice que «siempre debes actuar de modo que al mismo tiempo
desees que la regla según la cual actúas pueda convertirse en una ley general».
–Quiere decir que cuando yo hago algo tengo que asegurarme de que desearía
que todos los demás hicie-ran lo mismo si se encontrasen en la misma situación.
¿Es eso?
Exactamente. Sólo así actúas de acuerdo con la ley oral que tienes dentro.
Kant también formuló el imperativo categórico diciendo que «siempre debes
tratar a las personas como si fueran una finalidad en sí y no sólo un medio
para otra cosa».
–¿No debemos «utilizar» a otras personas con el fin de conseguir ventajas
para nosotros mismos?
–Eso es. Pues toda persona es una finalidad en sí. Pero no sólo se refiere
a los demás, también es válido para uno mismo. Tampoco tienes derecho a usarte
a ti mismo como un mero medio para conseguir algo.
–Esto recuerda un poco la «regla de oro» que dice que debes hacer a los
demás lo que quieres que los demás te hagan a ti.
–Sí, y es una norma formal que en el fondo abarca a todas las situaciones
de elección ética. También puedes decir que la «regla de oro» expresa lo que
Kant llama «ley moral».
–Pero todo son simplemente afirmaciones. Hume te-nía razón en decir que no
podemos probar con la razón lo que es bueno y lo que es malo.
–Según Kant, la ley moral es tan absoluta y de validez tan general como por
ejemplo la ley de causalidad, que tampoco puede ser probada mediante la razón,
y que sin embargo es totalmente ineludible. Nadie desea refutarla.
–Tengo la sensación de que en realidad estamos ha-blando de la conciencia.
Porque todo el mundo tendrá una conciencia, ¿no?
–Sí. Cuando Kant describe la ley moral, es la con-ciencia del hombre lo que
describe. No podemos probar lo que dice la conciencia, pero de todos modos lo
sabemos.
–Algunas veces a lo mejor sólo soy buena con los demás porque me merece la
pena. Puede ser una manera de hacerse popular, por ejemplo.
–Pero si compartes algo con los demás sólo con el fin de hacerte popular,
entonces no actúas por respeto a la ley moral. A lo mejor actúas de acuerdo con
ella, y eso está bien, pero para que algo pueda llamarse «acto moral», tiene
que ser el resultado de una superación personal. Si haces algo sólo porque
piensas que es tu obligación cumplir la ley moral, se puede hablar de un acto
moral. Por eso la ética de Kant se suele denominar ética de obligación.
Yo puedo sentir que es mi obligación recoger di-nero para Cáritas y Manos
Unidas.
–Sí, y lo decisivo es que lo harías porque opinas que es lo correcto.
Aunque el dinero recogido desapareciera en el camino, o no llegara a alimentar
a aquellos a los que es-taba destinado, habrías cumplido con la ley moral.
Habrías actuado con una actitud correcta, y según Kant es la actitud lo que es
decisivo para poder determinar si se trata o no de un acto moral. No son las consecuencias
del acto las que son decisivas. Por ello también llamamos a la ética de Kant
ética de intención.
–¿Por qué era tan importante para él saber si actuabas respetando la ley
moral? ¿Lo más importante no es que lo que hagamos sirva a los demás?
–Pues sí, Kant no estaría en desacuerdo con eso. Pero sólo cuando sabemos
que actuamos respetando la ley moral actuamos en libertad.
–¿Sólo cumpliendo una ley actuamos en libertad? ¿No suena eso un poco
extraño?
–Según Kant no lo es. Recordarás que tuvo que «postular» que el hombre
tiene libre albedrío. Este es un punto importante, porque Kant también pensaba
que todo sigue la ley causal. ¿Entonces cómo podemos tener libre albedrío?
–A mí no me lo preguntes.
–Kant divide al hombre en dos, y lo hace de una manera que recuerda a
Descartes y al hombre como «ser doble» porque tiene a la vez un cuerpo y una
razón. Como seres con sentidos estamos totalmente expuestos a las
in-quebrantables leyes causales, pensaba Kant. Nosotros no decidimos lo que
percibimos, las percepciones nos llegan necesariamente y nos caracterizan, lo
queramos o no. Pero los seres humanos no somos únicamente seres con senti-dos,
sino que también somos seres con razón.
–Explícate
–Como seres que percibimos pertenecemos plena-mente a la naturaleza. Por lo
tanto también estamos sometidos a la ley causal. Y en ese sentido no tenemos
libre albedrío. Pero como seres de la razón formamos parte de lo que Kant llama
«das Ding an sich», es decir del mundo tal como es en sí, independientemente de
nuestras percepciones. Únicamente cuando cumplimos nuestra «razón práctica»,
que hace que podamos realizar elecciones morales, tenemos libre albedrío.
Porque cuando nos doblegamos ante la ley moral somos nosotros mismos los
que creamos la ley por la que nos guiamos.
–Sí, eso es de alguna manera verdad. Soy yo, o algo dentro de mí, la que
dice que no debo comportarme mal con los demás.
–Cuando eliges no comportarte mal, aun cuando puedas perjudicar tus propios
intereses, entonces actúas en libertad.
–Lo que está claro es que no se es libre ni independiente cuando uno
simplemente se deja guiar por sus deseos
–Se puede uno volver «esclavo» de muchas cosas. Incluso de su propio egoísmo.
Pues se requiere independencia y libertad para elevarse por encima de los
deseos de uno.
–¿Y los animales, qué? Ellos sí siguen sus deseos y sus necesidades. ¿No
tienen ninguna libertad para cumplir una ley moral?
–No. Precisamente esa libertad es la que nos con-vierte en seres humanos.
–Pues sí, ahora lo entiendo.
–Finalmente podemos mencionar que Kant logró sacar a la filosofía del
embrollo en que se había metido en cuanto a la disputa entre racionalistas y
empiristas. Con Kant muere por tanto una época de la historia de la filosofía.
Él murió en 1804, justo cuando comienza a florecer la época llamada
Romanticismo. En su tumba en Königsberg se puede leer una de sus más famosas
citas. Hay dos cosas que llenan su mente cada vez de más admiración y respeto,
pone, y es «el cielo estrellado encima de mí y la ley moral dentro de mí». Y
continúa: «Son para mí pruebas de que hay un Dios por encima de mí y un Dios
dentro de mi».
Alberto se echó hacia atrás en el sillón.
–Ya está –dijo–. Creo que hemos dicho lo más importante sobre Kant.
–Además son las cuatro y cuarto.
–Pero hay algo más, espera un momento, por favor.
–Nunca me voy de la clase hasta que el profesor ha dicho que ha acabado.
–¿Dije que Kant piensa que no tenemos ninguna libertad si sólo vivimos como
seres perceptivos?
–Sí, dijiste algo por el estilo.
–Pero si nos dejamos guiar por la razón universal, entonces seremos libres
e independientes. ¿También dije eso?
–Sí. ¿Por qué lo repites ahora?
Alberto se inclinó hacia Sofía mirándola a los ojos y susurró:
–No te dejes impresionar por todo lo que veas, Sofía.
–¿Qué quieres decir con eso?
–Date la vuelta, hija mía.
–No te entiendo.
–Es corriente decir «Si no lo veo, no lo creo». Pero ni aun entonces
deberás creerlo.
–Algo así me dijiste antes.
–Referente a Parménides, sí.
-–Pero sigo sin entender lo que quieres decir.
–¡Vaya! Pues que estábamos sentados allí fuera en la escalera charlando. Y
entonces un «monstruo marino» comenzó a moverse en el agua.
–¿Y eso no era extraño?
–En absoluto. Luego llega Caperucita Roja y llama a la puerta.
«Estoy buscando la casa de mi abuelita.” Es una vergüenza, Sofía.
No es más que el teatro puesto en escena por el mayor. Igual que los
comunicados dentro de pláta-nos y tormentas imprudentes.
–Crees...
–Pero te dije que tengo un plan. Mientras sigamos nuestra propia razón él
no logrará engañarnos. Entonces somos libres de algún modo. Porque, aunque él
nos pueda hacer “percibir» muchas cosas, nada me va a sorprender. Si llega a
oscurecer el cielo con elefantes voladores apenas haré un gesto con la boca.
Pero siete más cinco son doce. Ése es un conocimiento que sobrevive a cualquier
efecto de dibujos animados. La filosofía es lo contrario del cuento.
Sofía se quedó un instante mirándole asombrada.
–Ya te puedes marchar –dijo Alberto finalmente- Te convocaré a una nueva
reunión sobre el Romanticismo. Vamos a hablar sobre Hegel y Kierkegaard. Pero
sólo falta una semana para que el mayor aterrice en el aeropuerto de Kjevik.
Antes de esa fecha tendremos que librarnos de su pegajosa imaginación. No digo
nada más, Sofía. Pero de-bes saber que estoy trabajando en un maravilloso plan
para los dos.
–Entonces me voy.
–Espera. Tal vez nos hemos olvidado de lo más importante.
–¿De qué?
–La canción de cumpleaños, Sofía. Hoy Hilde cumple quince años.
–Y yo también.
–Tú también, sí. Cantemos.
Se levantaron los dos y cantaron:
–¡Cumpleaños feliz! ¡Cumpleaños feliz! ¡Te desea-mos todos, cumpleaños
feliz!
Eran las cuatro y media. Sofía bajó corriendo al lago y cruzó remando hasta
la otra orilla. Arrastró la barca hasta los juncos y comenzó a correr a través
del bosque.
Ya en el sendero vio de repente moverse algo entre los troncos de los
árboles. Se acordó de Caperucita Roja, que había ido sola por el bosque para
visitar a su abuela, pero la figura que vio entre los árboles era mucho más pequeña.
Sofía se acercó. La figura no era más grande que una muñeca, era de color
marrón, y llevaba un jersey rojo.
Sofía se quedó parada cuando se dio cuenta de que era un osito de peluche.
El que alguien se hubiera dejado un osito de peluche en el bosque no era en
sí nada misterioso. Pero este osito estaba vivo, al menos estaba haciendo
alguna cosa.
¿Hola? –dijo Sofía.
El pequeño osito se giró bruscamente.
–Yo me llamo Winnie Pooh. Desgraciadamente me he perdido en este bosque en
este día que, de otra manera, habría sido un día estupendo. A ti nunca te había
visto antes.
–Quizás es que nunca he estado aquí antes dijo Sofía–. En ese caso puede
que tú estés en tu Bosque de los Cien Metros.
–No, ese problema de matemáticas es demasiado difícil para mí.
Recuerda que sólo soy un oso con poca razón.
–He oído hablar de ti.
–Serás tú a la que llaman Alicia. Christopher Robin me habló de ti. Bebiste
tanto de una botella que te hiciste más y más pequeña.
Pero luego bebiste de otra botella y entonces volviste a crecer.
Hay que tener cuidado con lo que uno se mete en la boca. Yo una vez comí
tanto que me quedé atascado en una madriguera de conejos.
–Yo no soy Alicia.
–No importa nada quiénes somos. Lo que importa es qué somos.
Lo dice el Búho, y él tiene mucha razón. Siete más cuatro son doce, dijo una
vez en un día de sol completamente normal. Mis amigos y yo nos sentimos muy
avergonzados porque los números son muy difíciles de utilizar. Es mucho más
fácil calcular el tiempo.
–Yo me llamo Sofía.
–Me alegro, Sofía. Supongo que debes de ser nueva en este bosque. Pero
ahora me tengo que ir a buscar al Cerdito porque vamos a una fiesta en el
jardín de la casa de otro amigo.
Le dijo adiós con una pata y Sofía descubrió que llevaba una notita en la
otra.
–¿Qué tienes ahí? –preguntó ella.
Winnie Pooh levantó la notita y dijo:
–Por culpa de esto me perdí.
–Pero si sólo es un papelito.
–No, no es en absoluto «sólo un papelito». Es una carta para la
Hilde del Espejo.
–Ah bueno, entonces la puedo coger yo.
–¿Pero tú no eres la chica del espejo, no?
–No, pero...
–Una carta siempre debe entregarse a la persona en cuestión.
Ayer mismo me lo tuvo que explicar Christopher Robin.
–Pero yo conozco a Hilde.
–No importa. Aunque conozcas muy bien a una persona no debes leer sus
cartas.
–Quiero decir que se la puedo dar a Hilde.
–Ah, eso es otra cosa. Toma, Sofía. Si me libro de la carta, encontraré la
casa del Cerdito. Para que tú encuentres a Hilde, primero tendrás que encontrar
un gran espejo. Pero eso no te resultará fácil por aquí.
Y el osito le dio a Sofía el papelito que llevaba en la mano. A
continuación comenzó a correr bosque adentro con sus patitas.
Cuando hubo desaparecido, Sofía desdobló la nota y leyó su contenido:
Querida Hilde. Me parece vergonzoso que Alberto no contara a Sofía que Kant
abogó por la creación de una «federación de los pueblos». En su escrito La paz
perpetua escribió que todos los países deberían unirse en una «federación de
los pueblos» que se ocuparía de conseguir una pacífica coexistencia entre las distintas
naciones. Aproximadamente 125 años después de la publicación de este escrito en
1795, se creó la llamada «Sociedad de Naciones» tras la Primera Guerra Mundial.
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial la Sociedad de Naciones fue sustituida
por las Naciones Unidas. Se podría decir que Kant es una especie de padrino de
la idea de la ONU. Kant pensaba que la «razón práctica» de los hombres impone a
los Estados que se salgan de ese «estado natural» que causa tantas guerras, y
que creen un nuevo sistema de derecho internacional que las impida. Aunque el
camino hasta la creación de una sociedad sea largo, es nuestra obligación
trabajar a favor de un «generalizado y duradero seguro de paz». Para Kant la
creación de una sociedad tal era una meta muy lejana, casi podríamos decir que
era la máxima meta de la filosofía. Yo, por mi parte me encuentro en la
actualidad en el Líbano.
Abrazos, papá.
Sofía se metió la notita en el bolsillo y continuó hacia casa.
Contra estos encuentros en el bosque le había advertido Alberto.
Pero ella tampoco podía dejar que el osito errara eternamente por el bosque
buscando a la Hilde del espejo.