UNIDAD UNO: Teoría del conocimiento: Gnoseología – Epistemología
ESTÁNDAR: Realizo investigaciones como lo hacen los científicos
sociales: diseño proyectos, desarrollo investigaciones y presento resultados.
PREGUNTAS PROBLEMATIZADORAS: ¿Qué tipos de conocimiento existen y cuál es el más
importante? - ¿Qué tipos de conocimiento pueden intervenir en el análisis de un
mismo problema?
TEMAS: 1. La gnoseología (El conocimiento humano)
2. Teoría del conocimiento.
3. Historia del Conocimiento humano
4 .Epistemología (método y ciencia)
5. La investigación científica
GUÍA DE TRABAJO
ACTIVIDAD UNO: Diseñar una estructura de diario de Campo (bitácora) donde plasme sus reflexiones sobre las actividades realizadas en la clase
de filosofía y ciencias sociales; el cual se revisará cada tres semanas y será
obligatorio como nota de seguimiento. Seguir las pautas que se le dio en el
grado 10°.
ACTIVIDAD DOS: Talleres prácticos sobre cómo se da el conocimiento
y el tipo de conocimiento.
ACTIVIDAD TRES: Taller sobre gnoseología
1.
¿Cuáles son las formas del saber? Cita ejemplos de
cada uno
2.
¿Qué es la Ciencia? Realiza un esquema con la
clasificación de las ciencias.
3.
Explica la diferencia entre un conocimiento innato de uno adquirido. Cita ejemplos.
4.
Cuál es la diferencia práctica entre técnica,
tecnología y Ciencia? Explica utilizando ejemplos.
5.
De las formas del saber (los citados en la primera
respuesta) cuál es el que más aplicas a la hora de estudiar. Argumenta tu
respuesta
6.
Lee en el mundo de Sofía, o en su defecto en el
libro VII de la República de Platón la explicación alegórica que vive el
filósofo en el camino del conocimiento, conocido como el “mito de la caverna”. Escribe un texto donde lo relaciones con tu
propio camino del conocimiento.
7.
Describe los elementos del proceso cognoscitivo
(ver página 112 del libro de filosofía 10 de Educar editores)
8.
La historia del conocimiento humano (la
Gnoseología) se dan tres preguntas fundamentales relacionadas con los fundamentos, el origen, y los límites
del conocimiento a) ¿Es posible conocer? b) ¿Es la razón o la experiencia la fuente
y base del conocimiento humano? C) ¿En el proceso del conocimiento: el objeto
(realidad) es determinado por el sujeto; o por el contrario el objeto es quien
determina al sujeto? Teniendo en cuenta lo anterior clasifica las siguientes
doctrinas del conocimiento: Dogmatismo, escepticismo, relativismo, criticismo,
innatismo, empirismo, racionalismo, apriorismo, intelectualismo, convencionalismo,
intuicionismo, objetivismo, subjetivismo, idealismo, realismo, positivismo.
Describiendo el significado de cada concepto.
9.
Qué es el método científico? ¿Cuáles son los pasos?
En este enlace
encuentras una ayuda con un crucigrama que realicé al respecto: http://www.educaplay.com/es/recursoseducativos/783507/historia_de_la_gnoseologia_.htm
ACTIVIDAD CUATRO: Lectura: Los
crímenes de la calle Morgue Cuento de Edgar Allan Poe / Taller evaluativo sobre
la lectura.
Ver al final de la el texto
ACTIVIDAD CINCO: NORMAS APA 6° Edición.
ACTIVIDAD SEIS: ELEGIR UN TEMA OBJETO DE INVESTIGACIÓN:
(si desean elijan un tema de las ciencias exactas para que lo presenten en la
Feria de la Ciencia). Consultando al
menos tres fuentes orales o escritas. Presentar informe escrito.
ACTIVIDAD SIETE: Proyección de la película:
En el Nombre de la Rosa. Desarrollo de taller sobre el método de investigación.
ACTIVIDAD OCHO: Evolución de periodo –
Lectura crítica tipo SABER (20%)
ACTIVIDAD NUEVE: Auto-coe y hetero
evaluación.
BIBLIOGRAFÍA
MOSOS Y
DELGADILLO, Luis Eduardo y Fernando. Filosofía 10. Educar Editores
GAARDER, Jostein. El Mundo de Sofía.
VALERO, Carlos Arturo y Otros. Filosofía
11. Editorial Santillana
TAMAYO Y TAMAYO, Mario. El Proceso de la Investigación Científica.
Noriega Editores. México. DF. 3° Ed.
ICFES, Serie Aprender
investigar
Normas APA,
Sexta Edición
LOS
CRÍMENES DE LA CALLE MORGUE
L
|
as condiciones mentales
que suelen considerarse como analíticas son, en sí mismas, poco susceptibles de
análisis. Las consideramos tan sólo por sus efectos. De ellas sabemos, entre
otras cosas, que son siempre, para el que las posee, cuando se poseen en grado
extraordinario, una fuente de vivísimos goces. Del mismo modo que el hombre
fuerte disfruta con su habilidad física, deleitándose en ciertos ejercicios que
ponen sus músculos en acción, el analista goza con esa actividad intelectual
que se ejerce en el hecho de desentrañar. Consigue satisfacción hasta de las
más triviales ocupaciones que ponen en juego su talento. Se desvive por los
enigmas, acertijos y jeroglíficos, y en cada una de las soluciones muestra un
sentido de agudeza que parece al vulgo una penetración sobrenatural. Los
resultados, obtenidos por un solo espíritu y la esencia del método, adquieren
realmente la apariencia total de una intuición.
Esta facultad de
resolución está, posiblemente, muy fortalecida por los estudios matemáticos, y
especialmente por esa importantísima rama de ellos que, impropiamente y sólo
teniendo en cuenta sus operaciones previas, ha sido llamada par excellence: análisis.
Y, no obstante, calcular no es intrínsecamente analizar. Un jugador de ajedrez,
por ejemplo, lleva a cabo lo uno sin esforzarse en lo otro. De esto se deduce
que el juego de ajedrez, en sus efectos sobre el carácter mental, no está lo
suficientemente comprendido. Yo no voy ahora a escribir un tratado, sino que
prólogo únicamente un relato muy singular, con observaciones efectuadas a la
ligera. Aprovecharé, por tanto, esta ocasión para asegurar que las facultades
más importantes de la inteligencia reflexiva trabajan con mayor decisión y
provecho en el sencillo juego de damas que en toda esa frivolidad primorosa del
ajedrez.
En
este último, donde las piezas tienen distintos y bizarros movimientos, con
diversos y variables valores, lo que tan sólo es complicado, se toma
equivocadamente —error muy común— por profundo. La atención, aquí, es
poderosamente puesta en juego. Si flaquea un solo instante, se comete un
descuido, cuyos resultados implican pérdida o derrota. Como quiera que los
movimientos posibles no son solamente variados, sino complicados, las
posibilidades de estos descuidos se multiplican; de cada diez casos, nueve triunfa
el jugador más capaz de concentración y no el más perspicaz. En el juego de
damas, por el contrario, donde los movimientos son únicos y de muy poca
variación, las posibilidades de descuido son menores, y como la atención queda
relativamente distraída, las ventajas que consigue cada una de las partes se
logran por una perspicacia superior. Para ser menos abstractos supongamos, por
ejemplo, un juego de damas cuyas piezas se han reducido a cuatro reinas y donde
no es posible el descuido. Evidentemente, en este caso la victoria —hallándose
los jugadores en igualdad de condiciones— puede decidirse en virtud de un
movimiento recherche resultante de un determinado esfuerzo de la
inteligencia. Privado de los recursos ordinarios, el analista consigue penetrar
en el espíritu de su contrario; por tanto, se identifica con él, y a menudo
descubre de una ojeada el único medio —a veces, en realidad, absurdamente
sencillo— que puede inducirle a error o llevarlo a un cálculo equivocado.
Desde hace largo tiempo
se conoce el whist por su influencia sobre la facultad calculadora, y
hombres de gran inteligencia han encontrado en él un goce aparentemente
inexplicable, mientras abandonaban el ajedrez como una frivolidad. No hay duda
de que no existe ningún juego semejante que haga trabajar tanto la facultad
analítica. El mejor jugador de ajedrez del mundo sólo puede ser poco más que el
mejor jugador de ajedrez; pero la habilidad en el whist implica ya
capacidad para el triunfo en todas las demás importantes empresas en las que la
inteligencia se enfrenta con la inteligencia. Cuando digo habilidad, me refiero
a esa perfección en el juego que lleva consigo una comprensión de todas las
fuentes de donde se deriva una legítima ventaja. Estas fuentes no sólo son
diversas, sino también multiformes. Se hallan frecuentemente en lo más
recóndito del pensamiento, y son por entero inaccesibles para las inteligencias
ordinarias. Observar atentamente es recordar distintamente. Y desde este punto
de vista, el jugador de ajedrez capaz de intensa concentración jugará muy bien
al whist, puesto que las reglas de Hoyle, basadas en el puro mecanismo
del juego, son suficientes y, por lo general, comprensibles. Por esto, el
poseer una buena memoria y jugar de acuerdo con «el libro» son “Los Crímenes de
la Rue Morgue” de Edgar Allan Poe, por lo común, puntos considerados como la
suma total del jugar excelentemente.
Pero en los casos que
se hallan fuera de los límites de la pura regla es donde se evidencia el
talento del analista. En silencio, realiza una porción de observaciones y
deducciones.
Posiblemente,
sus compañeros harán otro tanto, y la diferencia en la extensión de la
información obtenida no se basará tanto en la validez de la deducción como en
la calidad de la observación.
Lo importante es saber
lo que debe ser observado. Nuestro jugador no se reduce únicamente al juego, y
aunque éste sea el objeto de su atención, habrá de prescindir de determinadas
deducciones originadas al considerar objetos extraños al juego. Examina la
fisonomía de su compañero, y la compara cuidadosamente con la de cada uno de
sus contrarios. Se fija en el modo de distribuir las cartas a cada mano, con
frecuencia calculando triunfo por triunfo y tanto por tanto observando las
miradas de los jugadores a su juego. Se da cuenta de cada una de las
variaciones de los rostros a medida que avanza el juego, recogiendo gran número
de ideas por las diferencias que observa en las distintas expresiones de
seguridad, sorpresa, triunfo o desagrado. En la manera de recoger una baza juzga
si la misma persona podrá hacer la que sigue. Reconoce la carta jugada en el
ademán con que se deja sobre la mesa. Una palabra casual o involuntaria; la
forma accidental con que cae o se vuelve una carta, con la ansiedad o la
indiferencia que acompañan la acción de evitar que sea vista; la cuenta de las
bazas y el orden de su colocación; la perplejidad, la duda, el entusiasmo o el
temor, todo ello facilita a su aparentemente intuitiva percepción indicaciones
del verdadero estado de cosas. Cuando se han dado las dos o tres primeras
vueltas, conoce completamente los juegos de cada uno, y desde aquel momento
echa sus cartas con tal absoluto dominio de propósitos como si el resto de los
jugadores las tuvieran vueltas hacia él.
El poder analítico no
debe confundirse con el simple ingenio, porque mientras el analista es
necesariamente ingenioso, el hombre ingenioso está con frecuencia notablemente
incapacitado para el análisis. La facultad constructiva o de combinación con
que por lo general se manifiesta el ingenio, y a la que los frenólogos,
equivocadamente, a mi parecer, asignan un órgano aparte, suponiendo que se
trata de una facultad primordial, se ha visto tan a menudo en individuos cuya
inteligencia bordeaba, por otra parte, la idiotez, que ha atraído la atención
general de los escritores de temas morales. Entre el ingenio y la aptitud
analítica hay una diferencia mucho mayor, en efecto, que entre la fantasía y la
imaginación, aunque de un carácter rigurosamente análogo. En realidad, se
observará fácilmente que el hombre ingenioso es siempre fantástico, mientras
que el verdadero imaginativo nunca deja de ser analítico.
El relato que sigue a
continuación podrá servir en cierto modo al lector para ilustrarle en una
interpretación de las proposiciones que acabo de anticipar.
Encontrándome en París
durante la primavera y parte del verano de 18..., conocí allí a Monsieur C.
Auguste Dupin. Pertenecía este joven caballero a una excelente, o, mejor dicho,
ilustre familia, pero por una serie de adversos sucesos se había quedado
reducido a tal pobreza, que sucumbió la energía de su carácter y renunció a sus
ambiciones mundanas, lo mismo que a procurar el restablecimiento de su fortuna.
Con el beneplácito de sus acreedores, quedó todavía en posesión de un pequeño
resto de su patrimonio, y con la renta que éste le producía encontró el medio,
gracias a una economía rigurosa, de subvenir a las necesidades de su vida, sin
preocuparse en absoluto por lo más superfluo. En realidad, su único lujo eran
los libros, y en París estos son fáciles de adquirir.
Nuestro conocimiento
tuvo efecto en una oscura biblioteca de la Rue Montmartre, donde nos puso en
estrecha intimidad la coincidencia de buscar los dos un muy raro y al mismo
tiempo notable volumen. Nos vimos con frecuencia. Yo me había interesado
vivamente por la sencilla historia de su familia, que me contó detalladamente
con toda la ingenuidad con que un francés se explaya en sus confidencias cuando
habla de sí mismo. Por otra parte, me admiraba el número de sus lecturas, y,
sobre todo, me llegaba al alma el vehemente afán y la viva frescura de su
imaginación. La índole de las investigaciones que me ocupaban entonces en París
me hicieron comprender que la amistad de un hombre semejante era para mí un
inapreciable tesoro.
Con esta idea, me
confié francamente a él. Por último, convinimos en que viviríamos juntos todo
el tiempo que durase mi permanencia en la ciudad, y como mis asuntos económicos
se desenvolvían menos embarazosamente que los suyos, me fue permitido
participar en los gastos de alquiler, y amueblar, de acuerdo con el carácter
algo fantástico y melancólico de nuestro común temperamento, una vieja y
grotesca casa abandonada hacía ya mucho tiempo, en virtud de ciertas
supersticiones que no quisimos averiguar. Lo cierto es que la casa se
estremecía como si fuera a hundirse en un retirado y desolado rincón del
Faubourg Saint-Germain.
Si
hubiera sido conocida por la gente la rutina de nuestra vida en aquel lugar,
nos hubieran tomado por locos, aunque de especie inofensiva. Nuestra reclusión
era completa. No recibíamos visita alguna. En realidad, el lugar de nuestro
retiro era un secreto guardado cuidadosamente para mis antiguos camaradas, y ya
hacía mucho tiempo que Dupin había cesado de frecuentar o hacerse visible en
París. Vivíamos sólo para nosotros.
Una rareza del carácter
de mi amigo —no sé cómo calificarla de otro modo— consistía en estar enamorado
de la noche. Pero con esta bizarrerie, como con todas las demás suyas,
condescendía yo tranquilamente, y me entregaba a sus singulares caprichos con
un perfecto abandono. No siempre podía estar con nosotros la negra divinidad,
pero sí podíamos falsear su presencia. En cuanto la mañana alboreaba,
cerrábamos inmediatamente los macizos postigos de nuestra vieja casa y
encendíamos un par de bujías intensamente perfumadas y que sólo daban un lívido
y débil resplandor, bajo el cual entregábamos nuestras almas a sus ensueños,
leíamos, escribíamos o conversábamos, hasta que el reloj nos advertía la
llegada de la verdadera oscuridad. Salíamos entonces cogidos del brazo a pasear
por las calles, continuando la conversación del día y rondando por doquier
hasta muy tarde, buscando a través de las estrafalarias luces y sombras de la
populosa ciudad esas innumerables excitaciones mentales que no puede procurar
la tranquila observación.
En circunstancias
tales, yo no podía menos de notar y admirar en Dupin (aunque ya, por la rica
imaginación de que estaba dotado, me sentía preparado a esperarlo) un talento
particularmente analítico. Por otra parte, parecía deleitarse intensamente en
ejercerlo (si no exactamente en desplegarlo), y no vacilaba en confesar el
placer que ello le producía. Se vanagloriaba ante mí burlonamente de que muchos
hombres, para él, llevaban ventanas en el pecho, y acostumbraba a apoyar tales
afirmaciones usando de pruebas muy sorprendentes y directas de su íntimo
conocimiento de mí. En tales momentos, sus maneras eran glaciales y abstraídas.
Se quedaban sus ojos sin expresión, mientras su voz, por lo general ricamente
atenorada, se elevaba hasta un timbre atiplado, que hubiera parecido petulante
de no ser por la ponderada y completa claridad de su pronunciación. A menudo,
viéndolo en tales disposiciones de ánimo, meditaba yo acerca de la antigua
filosofía del Alma Doble, y me divertía la idea de un doble Dupin: el creador y
el analítico.
Por cuanto acabo de
decir, no hay que creer que estoy contando algún misterio o escribiendo una
novela. Mis observaciones a propósito de este francés no son más que el
resultado de una inteligencia hiperestesiada o tal vez enferma. Un ejemplo dará
mejor idea de la naturaleza de sus observaciones durante la época a que aludo.
Íbamos una noche
paseando por una calle larga y sucia, cercana al Palais Royal. Al parecer, cada
uno de nosotros se había sumido en sus propios pensamientos, y por lo menos
durante quince minutos ninguno pronunció una sola sílaba. De pronto, Dupin
rompió el silencio con estas palabras:
—En realidad, ese
muchacho es demasiado pequeño y estaría mejor en el Théâtre des Varietés.
—No cabe duda
—repliqué, sin fijarme en lo que decía y sin observar en aquel momento, tan
absorto había estado en mis reflexiones, el modo extraordinario con que mi
interlocutor había hecho coincidir sus palabras con mis meditaciones. Un
momento después me repuse y experimenté un profundo asombro.
—Dupin
—dije gravemente—, lo que ha sucedido excede mi comprensión. No vacilo en
manifestar que estoy asombrado y que apenas puedo dar crédito a lo que he oído.
¿Cómo es posible que haya usted podido adivinar que estaba pensando en...?
Diciendo esto, me
interrumpí para asegurarme, ya sin ninguna duda, de que él sabía realmente en
quién pensaba.
—¿En Chantilly?
—preguntó—. ¿Por qué se ha interrumpido? Usted pensaba que su escasa estatura
no era la apropiada para dedicarse a la tragedia.
Esto era precisamente
lo que había constituido el tema de mis reflexiones. Chantilly era un ex
zapatero remendón de la Rue Saint Denis que, apasionado por el teatro, había
representado el papel de Jeries en la tragedia de Crebillon de este título.
Pero sus esfuerzos habían provocado la burla del público.
—Dígame usted, por Dios
—exclamé—, por qué método, si es que hay alguno, ha penetrado usted en mi alma
en este caso.
Realmente, estaba yo
mucho más asombrado de lo que hubiese querido confesar.
—Ha sido el vendedor de
frutas —contestó mi amigo— quien le ha llevado a usted a la conclusión de que
el remendón de suelas no tiene la suficiente estatura para representar el papel
de Jerjes et id genus omne.
— ¿El vendedor de
frutas? Me asombra usted. No conozco a ninguno.
—Sí; es ese hombre con
quien ha tropezado usted al entrar en esta calle, hará unos quince minutos.
Recordé entonces que,
en efecto, un vendedor de frutas, que llevaba sobre la cabeza una gran banasta
de manzanas, estuvo a punto de hacerme caer, sin pretenderlo, cuando pasábamos
de la Rue C... a la calleja en que ahora nos encontrábamos. Pero yo no podía
comprender la relación de este hecho con Chantilly.
No había por qué
suponer charlatanerie alguna en Dupin.
—Se lo explicaré —me
dijo—. Para que pueda usted darse cuenta de todo claramente, vamos a repasar
primero en sentido inverso el curso de sus meditaciones desde este instante en
que le estoy hablando hasta el de su rencontré con el vendedor de
frutas. En sentido inverso, los más importantes eslabones de la cadena se
suceden de esta forma: Chantilly, Orión, doctor Nichols, Epicuro, estereotomía
de los adoquines y el vendedor de frutas.
Existen pocas personas
que no se hayan entretenido, en cualquier momento de su vida, en recorrer en
sentido inverso las etapas por las cuales han sido conseguidas ciertas
conclusiones de su inteligencia. Frecuentemente es una ocupación llena de
interés, y el que la prueba por primera vez se asombra de la aparente distancia
ilimitada y de la falta de ilación que parece median desde el punto de partida
hasta la meta final. Júzguese, pues, cuál no sería mi asombro cuando escuché lo
que el francés acababa de decir, y no pude menos de reconocer que había dicho
la verdad. Continuó después de este modo:
—Si
mal no recuerdo, en el momento en que íbamos a dejar la Rue C... hablábamos de
caballos. Éste era el último tema que discutimos. Al entrar en esta calle, un
vendedor de frutas que llevaba una gran canasta sobre la cabeza, pasó
velozmente ante nosotros y lo empujó a usted contra un montón de adoquines, en
un lugar donde la calzada se encuentra en reparación.
Usted puso el pie sobre
una de las piedras sueltas, resbaló y se torció levemente el tobillo.
Aparentó usted cierto
fastidio o mal humor, murmuró unas palabras, se volvió para observar el montón
de adoquines y continuó luego caminando en silencio. Yo no prestaba particular
atención a lo que usted hacía, pero, desde hace mucho tiempo, la observación se
ha convertido para mí en una especie de necesidad.
»Caminaba usted con los
ojos fijos en el suelo, mirando, con malhumorada expresión, los baches y
rodadas del empedrado, por lo que deduje que continuaba usted pensando todavía
en las piedras. Procedió así hasta que llegamos a la callejuela llamada
Lamartine, que, a modo de prueba, ha sido pavimentada con tarugos sobrepuestos
y acoplados sólidamente. Al entrar en ella, su rostro se iluminó, y me di
cuenta de que se movían sus labios.
Por este movimiento no
me fue posible dudar que pronunciaba usted la palabra «estereotomía», término
que tan afectadamente se aplica a esta especie de pavimentación. Yo estaba
seguro de que no podía usted pronunciar para sí la palabra «estereotomía» sin
que esto le llevara a pensar en los átomos, y, por consiguiente, en las teorías
de Epicuro. Y como quiera que no hace mucho rato discutíamos este tema, le hice
notar a usted de qué modo tan singular, y sin que ello haya sido muy notado,
las vagas conjeturas de ese noble griego han encontrado en la reciente
cosmogonía nebular su confirmación. He comprendido por esto que no podía usted
resistir a la tentación de levantar sus ojos a la gran nebulosa de Orión, y con
toda seguridad he esperado que usted lo hiciera. En efecto, usted ha mirado a
lo alto, y he adquirido entonces la certeza de haber seguido correctamente el
hilo de sus pensamientos. Ahora bien, en la amarga tirada sobre Chantilly,
publicada ayer en el Musée, el escritor satírico, haciendo mortificantes
alusiones al cambio de nombre del zapatero al calzarse el coturno, citaba un
verso latino del que hemos hablado nosotros con frecuencia. Me refiero a éste:
Perdidit antiquum
litera prima sonum.
»Yo le había dicho a
usted que este verso se relacionaba con la palabra Orión, que en un principio
se escribía Urión. Además, por determinadas discusiones un tanto apasionadas
que tuvimos acerca de mi interpretación, tuve la seguridad de que usted no la
habría olvidado. Por tanto, era evidente que asociaría usted las dos ideas:
Orión y Chantilly, y esto lo he comprendido por la forma de la sonrisa que he visto
en sus labios. Ha pensado usted, pues, en aquella inmolación del pobre
zapatero. Hasta ese momento, usted había caminado con el cuerpo encorvado, pero
a partir de entonces se irguió usted, recobrando toda su estatura. Este
movimiento me ha confirmado que pensaba usted en la diminuta figura de
Chantilly, y ha sido entonces cuando he interrumpido sus meditaciones para
observar que, por tratarse de un hombre de baja estatura, estaría mejor
Chantilly en el Théâtre des Varietés.
Poco después de esta
conversación hojeábamos una edición de la tarde de la Gazette des Tribunaux cuando
llamaron nuestra atención los siguientes titulares:
«EXTRAORDINARIOS
CRÍMENES –Esta madrugada, alrededor de las tres, los habitantes del quartier
Saint-Roch fueron despertados por una serie de espantosos gritos que
parecían proceder del cuarto piso de una casa de la Rue Morgue, ocupada, según
se dice, por una tal Madame L'Espanaye y su hija, Mademoiselle Camille
L'Espanaye. Después de algún tiempo empleado en infructuosos esfuerzos para
poder penetrar buenamente en la casa, se forzó la puerta de entrada con una
palanca de hierro, y entraron ocho o diez vecinos acompañados de dos gendarmes.
En ese momento cesaron los gritos; pero en cuanto aquellas personas llegaron
apresuradamente al primer rellano de la escalera, se distinguieron dos o más
voces ásperas que parecían disputar violentamente y proceder de la parte alta
de la casa. Cuando la gente llegó al segundo rellano, cesaron también aquellos
rumores y todo permaneció en absoluto silencio. Los vecinos recorrieron todas
las habitaciones precipitadamente. Al llegar, por último, a una gran sala
situada en la parte posterior del cuarto piso, cuya puerta hubo de ser forzada,
por estar cerrada interiormente con llave, se ofreció a los circunstantes un
espectáculo que sobrecogió su ánimo, no sólo de horror, sino de asombro.
»Se hallaba la
habitación en violento desorden, rotos los muebles y diseminados en todas
direcciones. No quedaba más lecho que la armadura de una cama, cuyas partes habían
sido arrancadas y tiradas por el suelo.
Sobre una silla se
encontró una navaja barbera manchada de sangre. Había en la chimenea dos o tres
largos y abundantes mechones de pelo cano, empapados en sangre y que parecían
haber sido arrancados de raíz. En el suelo se encontraron cuatro napoleones, un
zarcillo adornado con un topacio, tres grandes cucharas de plata, tres
cucharillas de metal d’Alger y dos sacos conteniendo, aproximadamente,
cuatro mil francos en oro. En un rincón se hallaron los cajones de una cómoda
abiertos, y, al parecer, saqueados, aunque quedaban en ellos algunas cosas. Se
encontró también un cofrecillo de hierro bajo la cama, no bajo su armadura. Se
hallaba abierto, y la cerradura contenía aún la llave. En el cofre no se
encontraron más que unas cuantas cartas viejas y otros papeles sin importancia.
»No se encontró rastro
alguno de Madame L'Espanaye; pero como quiera que se notase una anormal
cantidad de hollín en el hogar, se efectuó un reconocimiento de la chimenea, y
— horroriza decirlo— se extrajo de ella el cuerpo de su hija, que estaba
colocado cabeza abajo y que había sido introducido por la estrecha abertura
hasta una altura considerable. El cuerpo estaba todavía caliente. Al examinarlo
se comprobaron en él numerosas escoriaciones ocasionadas sin duda por la
violencia con que el cuerpo había sido metido allí y por el esfuerzo que hubo
de emplearse para sacarlo.
En su rostro se veían
profundos arañazos, y en la garganta, cárdenas magulladuras y hondas huellas
producidas por las uñas, como si la muerte se hubiera verificado por
estrangulación.
»Después de un
minucioso examen efectuado en todas las habitaciones, sin que se lograra ningún
nuevo descubrimiento, los presentes se dirigieron a un pequeño patio
pavimentado, situado en la parte posterior del edificio, donde hallaron el
cadáver de la anciana señora, con el cuello cortado de tal modo, que la cabeza
se desprendió del tronco al levantar el cuerpo. Tanto éste como la cabeza
estaban tan horriblemente mutilados, que apenas conservaban apariencia humana.
»Que
sepamos, no se ha obtenido hasta el momento el menor indicio que permita
aclarar este horrible misterio.»
El diario del día
siguiente daba algunos nuevos pormenores:
»Gran número de
personas han sido interrogadas con respecto a tan extraordinario y horrible affaire
(la palabra affaire no tiene todavía en Francia el poco significado que se
le da entre nosotros), pero nada ha podido deducirse que arroje alguna luz
sobre ello. Damos a continuación todas las declaraciones más importantes que se
han obtenido:
»Pauline Dubourg,
lavandera, declara haber conocido desde hace tres años a las víctimas y haber
lavado para ellas durante todo este tiempo. Tanto la madre como la hija
parecían vivir en buena armonía y profesarse mutuamente un gran cariño. Pagaban
con puntualidad. Nada se sabe acerca de su género de vida y medios de
existencia. Supone que Madame L'Espanaye decía la buenaventura para ganarse el
sustento. Tenía fama de poseer algún dinero escondido. Nunca encontró a otras
personas en la casa cuando la llamaban para recoger la ropa, ni cuando la
devolvía. Estaba absolutamente segura de que las señoras no tenían servidumbre
alguna. Salvo el cuarto piso, no parecía que hubiera muebles en ninguna parte
de la casa.
»Pierre Moreau,
estanquero, declara que es el habitual proveedor de tabaco y de rapé de
Madame L'Espanaye desde hace cuatros años. Nació en su vecindad y ha vivido
siempre allí.
Hacía más de seis años
que la muerta y su hija vivían en la casa donde fueron encontrados sus
cadáveres. Anteriormente a su estadía, el piso había sido ocupado por un
joyero, que alquilaba a su vez las habitaciones interiores a distintas
personas. La casa era propiedad de Madame L'Espanaye. Descontenta por los
abusos de su inquilino, se había trasladado al inmueble de su propiedad,
negándose a alquilar ninguna parte de él. La buena señora neceaba a causa de la
edad. El testigo había visto a su hija unas cinco o seis veces durante los seis
años. Las dos llevaban una vida muy retirada, y era fama que tenían dinero.
Entre los vecinos había oído decir que Madame L'Espanaye decía la buenaventura,
pero él no lo creía. Nunca había visto atravesar la puerta a nadie, excepto a
la señora y a su hija, una o dos voces a un recadero y ocho o diez a un médico.
En esta misma forma
declararon varios vecinos, pero de ninguno de ellos se dice que frecuentaran la
casa. Tampoco se sabe que la señora y su hija tuvieran parientes vivos.
Raramente estaban
abiertos los postigos de los balcones de la fachada principal. Los de la parte
trasera estaban siempre cerrados, a excepción de las ventanas de la gran sala
posterior del cuarto piso. La casa era una finca excelente y no muy vieja.
»Isidoro Muset,
gendarme, declara haber sido llamado a la casa a las tres de la madrugada, y
dice que halló ante la puerta principal a unas veinte o treinta personas que
procuraban entrar en el edificio. Con una bayoneta, y no con una barra de
hierro, pudo, por fin, forzar la puerta. No halló grandes dificultades en
abrirla, porque era de dos hojas y carecía de cerrojo y pasador en su parte
alta. Hasta que la puerta fue forzada, continuaron los gritos, pero luego
cesaron repentinamente. Daban la sensación de ser alaridos de una o varias
personas víctimas de una gran angustia. Eran fuertes y prolongados, y no gritos
breves y rápidos. El testigo subió rápidamente los escalones. Al llegar al
primer rellano, oyó dos voces que disputaban acremente. Una de éstas era
áspera, y la otra, aguda, una voz muy extraña. De la primera pudo distinguir
algunas palabras, y le pareció francés el que las había pronunciado.
Pero, evidentemente, no
era voz de mujer. Distinguió claramente las palabras "sacre" y
"diable".
La aguda voz pertenecía
a un extranjero, pero el declarante no puede asegurar si se trataba de hombre o
mujer. No pudo distinguir lo que decían, pero supone que hablasen español. El
testigo descubrió el estado de la casa y de los cadáveres como fue descrito
ayer por nosotros.
»Henri Duval, vecino, y
de oficio platero, declara que él formaba parte del grupo que entró
primeramente en la casa. En términos generales, corrobora la declaración de
Muset. En cuanto se abrieron paso, forzando la puerta, la cerraron de nuevo,
con objeto de contener a la muchedumbre que se había reunido a pesar de la
hora. Este opina que la voz aguda sea la de un italiano, y está seguro de que
no era la de un francés. No conoce el italiano. No pudo distinguir las
palabras, pero, por la entonación del que hablaba, está convencido de que era
un italiano. Conocía a Madame L'Espanaye y a su hija. Con las dos había
conversado con frecuencia. Estaba seguro de que la voz no correspondía a
ninguna de las dos mujeres.
»Odenheimer,
restaurateur. Voluntariamente, el testigo se ofreció a declarar. Como no
hablaba francés, fue interrogado haciéndose uso de un intérprete. Es natural de
Ámsterdam. Pasaba por delante de la casa en el momento en que se oyeron los
gritos. Se detuvo durante unos minutos, diez, probablemente. Eran fuertes y
prolongados, y producían horror y angustia. Fue uno de los que entraron en la
casa. Corrobora las declaraciones anteriores en todos sus detalles, excepto
uno:
está seguro de que la
voz aguda era la de un hombre, la de un francés. No pudo distinguir claramente
las palabras que había pronunciado. Estaban dichas en alta voz y rápidamente,
con cierta desigualdad, pronunciadas, según suponía, con miedo y con ira al
mismo tiempo. La voz era áspera. Realmente, no puede asegurarse que fuese una
voz aguda. La voz grave dijo varias veces: "Sacré", "diable",
y una sola "Mon Dieu".
»Jules Mignaud,
banquero, de la casa "Mignaud et Fils", de la Rue Deloraie. Es el
mayor de los Mignaud. Madame L'Espanaye tenía algunos bienes. Había abierto una
cuenta corriente en su casa de banca en la primavera del año... (ocho años
antes). Con frecuencia había ingresado pequeñas cantidades. No retiró ninguna
hasta tres días antes de su muerte. La retiró personalmente, y la suma ascendía
a cuatro mil francos. La cantidad fue pagada en oro, y se encargó a un
dependiente que la llevara a su casa.
»Adolphe Le Bon,
dependiente de la "Banca Mignaud et Fils", declara que en el día de
autos, al mediodía, acompañó a Madame L'Espanaye a su domicilio con los cuatro
mil francos, distribuidos en dos pequeños talegos. Al abrirse la puerta,
apareció Mademoiselle L'Espanaye. Ésta cogió uno de los saquitos, y la anciana
señora el otro. Entonces, él saludó y se fue. En aquellos momentos no había
nadie en la calle. Era una calle apartada, muy solitaria.
»William Bird, sastre,
declara que fue uno de los que entraron en la casa. Es inglés. Ha vivido dos
años en París. Fue uno de los primeros que subieron por la escalera. Oyó las
voces que disputaban. La gruesa era de un francés. Pudo oír algunas palabras,
pero ahora no puede recordarlas todas. Oyó claramente "sacré"
y "Mon Dieu". Por un momento se produjo un rumor, como si
varias personas peleasen. Ruido de riña y forcejeo. La voz aguda era muy
fuerte, más que la grave. Está seguro de que no se trataba de la voz de ningún
inglés, sino más bien la de un alemán. Podía haber sido la de una mujer. No
entiende el alemán.
»Cuatro de los testigos
mencionados arriba, nuevamente interrogados, declararon que la puerta de la habitación
en que fue encontrado el cuerpo de Mademoiselle L'Espanaye se hallaba cerrada
por dentro cuando el grupo llegó a ella. Todo se hallaba en un silencio
absoluto. No se oían ni gemidos ni ruidos de ninguna especie. Al forzar la
puerta, no se vio a nadie. Tanto las ventanas de la parte posterior como las de
la fachada estaban cerradas y aseguradas fuertemente por dentro con sus
cerrojos respectivos. Entre las dos salas se hallaba también una puerta de
comunicación, que estaba cerrada, pero no con llave. La puerta que conducía de
la habitación delantera al pasillo estaba cerrada por dentro con llave. Una
pequeña estancia de la parte delantera del cuarto piso, a la entrada del
pasillo, estaba abierta también, puesto que tenía la puerta entornada. En esta sala
se hacinaban camas viejas, cofres y objetos de esta especie.
No
quedó una sola pulgada de la casa sin que hubiese sido registrada
cuidadosamente. Se ordenó que tanto por arriba como por abajo se introdujeran
deshollinadores por las chimeneas. La casa constaba de cuatro pisos, con
buhardillas (mansardas). En el techo se hallaba, fuertemente asegurado, un
escotillón, y parecía no haber sido abierto durante muchos años. Por lo que
respecta al intervalo de tiempo transcurrido entre las voces que disputaban y
el acto de forzar la puerta del piso, las afirmaciones de los testigos difieren
bastante. Unos hablan de tres minutos, y otros amplían este tiempo a cinco.
Costó mucho forzar la puerta.
»Alfonso García,
empresario de pompas fúnebres, declara que habita en la Rue Morgue y que es
español. También formaba parte del grupo que entró en la casa. No subió la
escalera, porque es muy nervioso y temía los efectos que pudiera producirle la
emoción. Oyó las voces que disputaban. La grave era de un francés. No pudo
distinguir lo que decían, y está seguro de que la voz aguda era de un inglés.
No entiende este idioma, pero se basa en la entonación.
»Alberto Montan,
confitero declara haber sido uno de los primeros en subir la escalera. Oyó las
voces aludidas. La grave era de francés. Pudo distinguir varias palabras.
Parecía como si este individuo reconviniera a otro. En cambio, no pudo
comprender nada de la voz aguda. Hablaba rápidamente y de forma entrecortada.
Supone que esta voz fuera la de un ruso. Corrobora también las declaraciones
generales. Es italiano. No ha hablado nunca con ningún ruso.
»Interrogados de nuevo
algunos testigos, certificaron que las chimeneas de todas las habitaciones del
cuarto piso eran demasiado estrechas para que permitieran el paso de una
persona. Cuando hablaron de "deshollinadores", se refirieron a las
escobillas cilíndricas que con ese objeto usan los limpiachimeneas. Las
escobillas fueron pasadas de arriba abajo por todos los tubos de la casa. En la
parte posterior de ésta no hay paso alguno por donde alguien hubiese podido
bajar mientras el grupo subía las escaleras. El cuerpo de Mademoiselle
L'Espanaye estaba tan fuertemente introducido en la chimenea, que no pudo ser
extraído de allí sino con la ayuda de cinco hombres.
»Paul
Dumas, médico, declara que fue llamado hacia el amanecer para examinar los
cadáveres. Yacían entonces los dos sobre las correas de la armadura de la cama,
en la habitación donde fue encontrada Mademoiselle L'Espanaye. El cuerpo de la
joven estaba muy magullado y lleno de excoriaciones. Se explican
suficientemente estas circunstancias por haber sido empujado hacia arriba en la
chimenea. Sobre todo, la garganta presentaba grandes excoriaciones. Tenía
también profundos arañazos bajo la barbilla, al lado de una serie de lívidas
manchas que eran, evidentemente, impresiones de dedos. El rostro se hallaba
horriblemente descolorido, y los ojos fuera de sus órbitas. La lengua había
sido mordida y seccionada parcialmente. Sobre el estómago se descubrió una gran
magulladura, producida, según se supone, por la presión de una rodilla. Según
Monsieur Dumas, Mademoiselle L'Espanaye había sido estrangulada por alguna
persona o personas desconocidas. El cuerpo de su madre estaba horriblemente
mutilado. Todos los huesos de la pierna derecha y del brazo estaban, pocos o
muchos, quebrantados. La tibia izquierda, igual que las costillas del mismo
lado, estaban hechas astillas. Tenía todo el cuerpo con espantosas magulladuras
y descolorido. Es imposible certificar cómo fueron producidas aquellas heridas.
Tal vez un pesado garrote de madera, o una gran barra de hierro —alguna silla—,
o una herramienta ancha, pesada y roma, podría haber producido resultados
semejantes. Pero siempre que hubieran sido manejados por un hombre muy fuerte. Ninguna
mujer podría haber causado aquellos golpes con clase alguna de arma. Cuando el
testigo la vio, la cabeza de la muerta estaba totalmente separada del cuerpo y,
además, destrozada. Evidentemente, la garganta había sido seccionada con un
instrumento afiladísimo, probablemente una navaja barbera.
»Alexandre Etienne,
cirujano, declara haber sido llamado al mismo tiempo que el doctor Dumas, para
examinar los cuerpos. Corroboró la declaración y las opiniones de éste.
»No han podido
obtenerse más pormenores importantes en otros interrogatorios. Un crimen tan
extraño y tan complicado en todos sus aspectos no había sido cometido jamás en
París, en el caso de que se trate realmente de un crimen. La Policía carece
totalmente de rastro, circunstancia rarísima en asuntos de tal naturaleza.
Puede asegurarse, pues, que no existe la menor pista.»
En la edición de la
tarde, afirmaba el periódico que reinaba todavía gran excitación en el quartier
Saint-Roch; que, de nuevo, se habían investigado cuidadosamente las circunstancias
del crimen, pero que no se había obtenido ningún resultado. A última hora
anunciaba una noticia que Adolphe Le Bon había sido detenido y encarcelado;
pero ninguna de las circunstancias ya expuestas parecía acusarle.
Dupin demostró estar
particularmente interesado en el desarrollo de aquel asunto; cuando menos, así
lo deducía yo por su conducta, porque no hacía ningún comentario. Tan sólo
después de haber sido encarcelado Le Bon, me preguntó mi parecer sobre aquellos
asesinatos.
Yo no pude expresarle
sino mi conformidad con todo el público parisiense, considerando aquel crimen
como un misterio insoluble. No acertaba a ver el modo en que pudiera darse con
el asesino.
—Por interrogatorios
tan superficiales no podemos juzgar nada con respecto al modo de encontrarlo
—dijo Dupin—. La Policía de París, tan elogiada por su perspicacia, es astuta,
pero nada más. No hay más método en sus diligencias que el que las
circunstancias sugieren. Exhiben siempre las medidas tomadas, pero con
frecuencia ocurre que son tan poco apropiadas a los fines propuestos que nos
hacen pensar en Monsieur Jourdain pidiendo sa robe de chambre... pour mieux
entendre la musique. A veces no dejan de ser sorprendentes los resultados
obtenidos. Pero, en su mayor parte, se consiguen por mera insistencia y
actividad. Cuando resultan ineficaces tales procedimientos, fallan todos sus
planes. Vidocq, por ejemplo, era un excelente adivinador y un hombre
perseverante; pero como su inteligencia carecía de educación, se equivocaba con
frecuencia por la misma intensidad de sus investigaciones. Disminuía el poder
de su visión por mirar el objeto tan de cerca. Era capaz de ver, probablemente,
una o dos circunstancias con una poca corriente claridad; pero al hacerlo
perdía necesariamente la visión total del asunto. Esto puede decirse que es el
defecto de ser demasiado profundo. La verdad no está siempre en el fondo de un
pozo. En realidad, yo pienso que, en cuanto a lo que más importa conocer, es
invariablemente superficial. La profundidad se encuentra en los valles donde la
buscamos, pero no en las cumbres de las montañas, que es donde la vemos. Las
variedades y orígenes de esta especie de error tienen un magnífico ejemplo en
la contemplación de los cuerpos celestes. Dirigir a una estrella una rápida
ojeada, examinarla oblicuamente, volviendo hacia ella las partes exteriores de
la retina (que son más sensibles a las débiles impresiones de la luz que las
anteriores), es contemplar la estrella distintamente, obtener la más exacta
apreciación de su brillo, brillo que se oscurece a medida que volvemos nuestra
visión de lleno hacía ella. En el último caso, caen en los ojos mayor número de
rayos, pero en el primero se obtiene una receptibilidad más afinada. Con una
extrema profundidad, embrollamos y debilitamos el pensamiento, y aun lo
confundimos. Podemos, incluso, lograr que Venus se desvanezca del firmamento si
le dirigimos una atención demasiado sostenida, demasiado concentrada o
demasiado directa. »Por lo que respecta a estos asesinatos, examinemos algunas
investigaciones por nuestra cuenta, antes de formar de ellos una opinión. Una
investigación como ésta nos procurará una buena diversión —a mí me pareció
impropia esta última palabra, aplicada al presente caso, pero no dije nada—, y,
por otra parte, Le Bon ha comenzado por prestarme un servicio y quiero
demostrarle que no soy un ingrato. Iremos al lugar del suceso y lo examinaremos
con nuestros propios ojos. Conozco a G..., el prefecto de Policía, y no me será
difícil conseguir el permiso necesario.
Nos
fue concedida la autorización, y nos dirigimos inmediatamente a la Rue Morgue.
Es ésta una de esas miserables callejuelas que unen la Rue Richelieu y la de
Saint-Roch. Cuando llegamos a ella, eran ya las últimas horas de la tarde,
porque este barrio se encuentra situado a gran distancia de aquel en que
nosotros vivíamos. Pronto hallamos la casa; aún había frente a ella varias
personas mirando con vana curiosidad las ventanas cerradas. Era una casa como
tantas de París. Tenía una puerta principal, y en uno de sus lados había una
casilla de cristales con un bastidor corredizo en la ventanilla, y parecía ser
la loge de concierge. Antes de entrar nos dirigimos calle arriba, y,
torciendo de nuevo, pasamos a la fachada posterior del edificio. Dupin examinó
durante todo este rato los alrededores, así como la casa, con una atención tan
cuidadosa, que me era imposible comprender su finalidad.
Volvimos luego sobre
nuestros pasos, y llegamos ante la fachada de la casa. Llamamos a la puerta, y
después de mostrar nuestro permiso, los agentes de guardia nos permitieron la
entrada. Subimos las escaleras, hasta llegar a la habitación donde había sido
encontrado el cuerpo de Mademoiselle L'Espanaye y donde se hallaban aún los dos
cadáveres. Como de costumbre, había sido respetado el desorden de la
habitación. Nada vi de lo que se había publicado en la Gazette des Tribunaux.
Dupin lo analizaba todo minuciosamente, sin exceptuar los cuerpos de las
víctimas. Pasamos inmediatamente a otras habitaciones, y bajamos luego al
patio. Un gendarme nos acompañó a todas partes, y la investigación nos ocupó
hasta el anochecer, marchándonos entonces. De regreso a nuestra casa, mi
compañero se detuvo unos minutos en las oficinas de un periódico.
He dicho ya que las
rarezas de mi amigo eran muy diversas y que je les ménageais (pues no
hay traducción posible de la frase). Hasta el día siguiente, a mediodía, rehusó
toda conversación sobre los asesinatos. Entonces me preguntó de pronto si yo
había observado algo particular en el lugar del hecho.
En su manera de
pronunciar la palabra «particular» había algo que me produjo un estremecimiento
sin saber por qué.
—No, nada de particular
—le dije—; por lo menos, nada más de lo que ya sabemos por el periódico.
—Mucho me temo —me
replicó— que la Gazette no haya logrado penetrar en el insólito horror
del asunto. Pero dejemos las necias opiniones de este papelucho. Yo creo que si
este misterio se ha considerado como insoluble, por la misma razón debería de
ser fácil de resolver, y me refiero al outré carácter de sus
circunstancias. La Policía se ha confundido por la ausencia aparente de motivos
que justifiquen, no el crimen, sino la atrocidad con que ha sido cometido.
Asimismo, les confunde la aparente imposibilidad de conciliar las voces que
disputaban con la circunstancia de no haber hallado arriba sino a Mademoiselle
L'Espanaye, asesinada, y no encontrar la forma de que nadie saliera del piso
sin ser visto por las personas que subían por las escaleras. El extraño
desorden de la habitación; el cadáver metido con la cabeza hacia abajo en la
chimenea; la mutilación espantosa del cuerpo de la anciana, todas estas
consideraciones, con las ya descritas y otras no dignas de mención, han sido
suficientes para paralizar sus facultades, haciendo que fracasara por completo
la tan cacareada perspicacia de los agentes del Gobierno.
Han caído en el grande
aunque común error de confundir lo insólito con lo incomprensible. Pero
precisamente por estas desviaciones de lo normal es por donde ha de hallar la
razón su camino en la investigación de la verdad, en el caso de que ese
hallazgo sea posible. En investigaciones como la que estamos realizando ahora,
no hemos de preguntarnos tanto «qué ha ocurrido» como «qué ha ocurrido que no
había ocurrido jamás hasta ahora». Realmente la sencillez con que yo he de
llegar o he llegado ya a la solución de este misterio, se halla en razón
directa con su aparente falta de solución en el criterio de la Policía.
Con mudo asombro,
contemplé a mi amigo.
—Estoy esperando ahora
—continuó diciéndome mirando a la puerta de nuestra habitación— a un individuo
que aun cuando probablemente no ha cometido esta carnicería bien puede estar,
en cierta medida, complicado en ella. Es probable que resulte inocente de la
parte más desagradable de los crímenes cometidos. Creo no equivocarme en esta
suposición, porque en ella se funda mi esperanza de descubrir el misterio.
Espero a este individuo aquí en esta habitación y de un momento a otro. Cierto
es que puede no venir, pero lo probable es que venga. Si viene, hay que
detenerlo. Aquí hay unas pistolas, y los dos sabemos cómo usarlas cuando las
circunstancias lo requieren.
Sin saber lo que hacía,
ni lo que oía, tomé las pistolas, mientras Dupin continuaba hablando como si
monologara. Se dirigían sus palabras a mí pero su voz no muy alta, tenía esa
entonación empleada frecuentemente al hablar con una persona que se halla un
poco distante. Sus pupilas inexpresivas miraban fijamente hacia la pared.
—La
experiencia ha demostrado plenamente que las voces que disputaban —dijo—, oídas
por quienes subían las escaleras, no eran las de las dos mujeres. Este hecho
descarta el que la anciana hubiese matado primeramente a su hija y se hubiera
suicidado después. Hablo de esto únicamente por respeto al método; porque, además,
la fuerza de Madame L'Espanaye no hubiera conseguido nunca arrastrar el cuerpo
de su hija por la chimenea arriba tal como fue hallado. Por otra parte, la
naturaleza de las heridas excluye totalmente la idea del suicidio. Por tanto,
el asesinato ha sido cometido por terceras personas, y las voces de éstas son
las que se oyeron disputar. Permítame que le haga notar, no todo lo que se ha
declarado con respecto a estas voces, sino lo que hay de particular en las
declaraciones. ¿No ha observado usted nada en ellas?
Yo le dije que había
observado que mientras todos los testigos coincidían en que la voz grave era de
un francés, había un gran desacuerdo por lo que respecta a la voz aguda, o
áspera, como uno de ellos la había calificado.
—Esto es evidencia pura
—dijo—, pero no lo particular de esa evidencia. Usted no ha observado nada
característico, pero, no obstante había algo que observar. Como ha notado usted
los testigos estuvieron de acuerdo en cuanto a la voz grave. En ello había unanimidad.
Pero lo que respecta a la voz aguda consiste su particularidad, no en el
desacuerdo, sino en que, cuando un italiano, un inglés, un español, un holandés
y un francés intentan describirla cada uno de ellos opina que era la de un
extranjero. Cada uno está seguro de que no es la de un compatriota, y cada uno
la compara, no a la de un hombre de una nación cualquiera cuyo lenguaje conoce,
sino todo lo contrario. Supone el francés que era la voz de un español y que
«hubiese podido distinguir algunas palabras de haber estado familiarizado con
el español». El holandés sostiene que fue la de un francés, pero sabemos que,
por «no conocer este idioma, el testigo había sido interrogado por un
intérprete». Supone el inglés que la voz fue la de un alemán; pero añade que
«no entiende el alemán». El español «está seguro» de que es la de un inglés,
pero tan sólo «lo cree por la entonación, ya que no tiene ningún conocimiento
del idioma». El italiano cree que es la voz de un ruso, pero «jamás ha tenido
conversación alguna con un ruso». Otro francés difiere del primero, y está
seguro de que la voz era de un italiano; pero aunque no conoce este idioma,
está, como el español, «seguro de ello por su entonación».
Ahora bien, ¡cuán
extraña debía de ser aquella voz para que tales testimonios pudieran darse de
ella, en cuyas inflexiones, ciudadanos de cinco grandes naciones europeas, no
pueden reconocer nada que les sea familiar! Tal vez usted diga que puede muy
bien haber sido la voz de un asiático o la de un africano; pero ni los
asiáticos ni los africanos se ven frecuentemente por París. Pero, sin decir que
esto sea posible, quiero ahora dirigir su atención sobre tres puntos.
Uno de los testigos
describe aquella voz como «más áspera que aguda»; otros dicen que es «rápida y
desigual»; en este caso, no hubo palabras (ni sonidos que se parezcan a ella),
que ningún testigo mencionara como inteligibles.
»Ignoro qué impresión
—continuó Dupin— puedo haber causado en su entendimiento, pero no dudo en
manifestar que las legítimas deducciones efectuadas con sólo esta parte de los
testimonios conseguidos (la que se refiere a las voces graves y agudas), bastan
por sí mismas para motivar una sospecha que bien puede dirigirnos en todo
ulterior avance en la investigación de este misterio. He dicho «legítimas
deducciones», pero así no queda del todo explicada mí intención. Quiero
únicamente manifestar que esas deducciones son las únicas apropiadas, y que mi
sospecha se origina inevitablemente en ellas como una conclusión única. No diré
todavía cuál es esa sospecha. Tan sólo deseo hacerle comprender a usted que
para mí tiene fuerza bastante para dar definida forma (determinada tendencia) a
mis investigaciones en aquella habitación.
»Mentalmente,
trasladémonos a ella. ¿Qué es lo primero que hemos de buscar allí? Los medios
de evasión utilizados por los asesinos. No hay necesidad de decir que ninguno
de los dos creemos en este momento en acontecimientos sobrenaturales. Madame y
Mademoiselle L'Espanaye no han sido, evidentemente, asesinadas por espíritus.
Quienes han cometido el crimen fueron seres materiales y escaparon por
procedimientos materiales. ¿De qué modo?
Afortunadamente, sólo
hay una forma de razonar con respecto a este punto, y éste habrá de llevarnos a
una solución precisa. Examinemos, pues, uno por uno, los posibles medios de
evasión. Cierto es que los asesinos se encontraban en la alcoba donde fue
hallada Mademoiselle L'Espanaye, o, cuando menos, en la contigua, cuando las
personas subían las escaleras. Por tanto, sólo hay que investigar las salidas
de estas dos habitaciones. La Policía ha dejado al descubierto los pavimentos,
los techos y la mampostería de las paredes en todas partes. A su vigilancia no
hubieran podido escapar determinadas salidas secretas. Pero yo no me fiaba de
sus ojos y he querido examinarlo con los míos. En efecto, no había salida
secreta.
Las
puertas de las habitaciones que daban al pasillo estaban cerradas perfectamente
por dentro. Veamos las chimeneas. Aunque de anchura normal hasta una altura de
ocho o diez pies sobre los hogares, no puede, en toda su longitud, ni siquiera
dar cabida a un gato corpulento. La imposibilidad de salida por los ya
indicados medios es, por tanto, absoluta. Así, pues, no nos quedan más que las
ventanas. Por la de la alcoba que da a la fachada principal no hubiera podido
escapar nadie sin que la muchedumbre que había en la calle lo hubiese notado.
Por tanto, los asesinos han de haber pasado por las de la habitación posterior.
Llevados, pues, de estas deducciones y, de forma tan inequívoca, a esta
conclusión, no podemos, según un minucioso razonamiento, rechazarla, teniendo
en cuenta aparentes imposibilidades. Nos queda sólo por demostrar que esas
aparentes «imposibilidades» en realidad no lo son.
»En la habitación hay
dos ventanas. Una de ellas no se halla obstruida por los muebles, y está
completamente visible. La parte inferior de la otra la oculta a la vista la
cabecera de la pesada armazón del lecho, estrechamente pegada a ella. La
primera de las dos ventanas está fuertemente cerrada y asegurada por dentro.
Resistió a los más violentos esfuerzos de quienes intentaron levantarla. En la
parte izquierda de su marco veíase un gran agujero practicado con una barrena,
y un clavo muy grueso hundido en él hasta la cabeza. Al examinar la otra
ventana se encontró otro clavo semejante, clavado de la misma forma, y un
vigoroso esfuerzo para separar el marco fracasó también. La Policía se
convenció entonces de que por ese camino no se había efectuado la salida, y por
esta razón consideró superfluo quitar aquellos clavos y abrir las ventanas.
»Mi examen fue más
minucioso, por la razón que acabo ya de decir, ya que sabía era preciso probar
que todas aquellas aparentes imposibilidades no lo eran realmente.
Continué razonando así
a posteriori. Los asesinos han debido de escapar por una de estas ventanas.
Suponiendo esto, no es fácil que pudieran haberlas sujetado por dentro, como se
las ha encontrado, consideración que, por su evidencia, paralizó las
investigaciones de la Policía en este aspecto. No obstante, las ventanas
estaban cerradas y aseguradas. Era, pues, preciso que pudieran cerrarse por sí
mismas. No había modo de escapar a esta conclusión. Fui directamente a la
ventana no obstruida, y con cierta dificultad extraje el clavo y traté de levantar
el marco. Como yo suponía, resistió a todos los esfuerzos. Había, pues,
evidentemente, un resorte escondido, y este hecho, corroborado por mi idea, me
convenció de que mis premisas, por muy misteriosas que apareciesen las
circunstancias relativas a los clavos, eran correctas. Una minuciosa
investigación me hizo pronto el oculto resorte. Lo oprimí y, satisfecho con mi
descubrimiento, me abstuve de abrir la ventana.
»Volví entonces a
colocar el clavo en su sitio, después de haberlo examinado atentamente. Una
persona que hubiera pasado por aquella ventana podía haberla cerrado y haber
funcionado solo el resorte. Pero el clavo no podía haber sido colocado. Esta
conclusión está clarísima, y restringía mucho el campo de mis investigaciones.
Los asesinos debían, por tanto, de haber escapado por la otra ventana.
Suponiendo que los dos resortes fueran iguales, como era posible, debía, pues,
de haber una diferencia entre los clavos, o, por lo menos, en su colocación. Me
subí sobre las correas de la armadura del lecho, y por encima de su cabecera
examiné minuciosamente la segunda ventana. Pasando la mano por detrás de la
madera, descubrí y apreté el resorte, que, como yo había supuesto, era idéntico
al anterior. Entonces examiné el clavo. Era del mismo grueso que el otro, y
aparentemente estaba clavado de la misma forma, hundido casi hasta la cabeza.
»Tal vez diga usted que
me quedé perplejo; pero si piensa semejante cosa es que no ha comprendido bien
la naturaleza de mis deducciones. Sirviéndome de un término deportivo, no me he
encontrado ni una vez «en falta». El rastro no se ha perdido ni un solo
instante. En ningún eslabón de la cadena ha habido un defecto. Hasta su última
consecuencia he seguido el secreto. Y la consecuencia era el clavo. En todos
sus aspectos, he dicho, aparentaba ser análogo al de la otra ventana; pero todo
esto era nada (tan decisivo como parecía) comparado con la consideración de que
en aquel punto terminaba mi pista. «Debe de haber algún defecto en este clavo»,
me dije. Lo toqué, y su cabeza, con casi un cuarto de su espiga, se me quedó en
la mano. El resto quedó en el orificio donde se había roto. La rotura era
antigua, como se deducía del óxido de sus bordes, y, al parecer, había sido
producido por un martillazo que hundió una parte de la cabeza del clavo en la
superficie del marco. Volví entonces a colocar cuidadosamente aquella parte en
el lugar de donde la había separado, y su semejanza con un clavo intacto fue
completa. La rotura era inapreciable. Apreté el resorte y levanté suavemente el
marco unas pulgadas. Con él subió la cabeza del clavo, quedando fija en su
agujero. Cerré la ventana, y fue otra vez perfecta la apariencia del clavo
entero.
»Hasta aquí estaba
resuelto el enigma. El asesino había huido por la ventana situada a la cabecera
del lecho. Al bajar por sí misma, luego de haber escapado por ella, o tal vez
al ser cerrada deliberadamente, se había quedado sujeta por el resorte, y la
sujeción de éste había engañado a la Policía, confundiéndola con la del clavo,
por lo cual se había considerado innecesario proseguir la investigación.
»El problema era ahora
saber cómo había bajado el asesino. Sobre este punto me sentía satisfecho de mi
paseo en torno al edificio. Aproximadamente a cinco pies y medio de la ventana
en cuestión, pasa la cadena de un pararrayos. Por ésta hubiera sido imposible a
cualquiera llegar hasta la ventana, y ya no digamos entrar. Sin embargo, al
examinar los postigos del cuarto piso, vi que eran de una especie particular,
que los carpinteros parisienses llaman ferrades, especie poco usada hoy,
pero hallada frecuentemente en las casas antiguas de Lyon y Burdeos. Tienen la
forma de una puerta normal (sencilla y no de dobles batientes), excepto que su
mitad superior está enrejada o trabajada a modo de celosía, por lo que ofrece
un asidero excelente para las manos. En el caso en cuestión, estos postigos
tienen una anchura de tres pies y medio más o menos. Cuando los vimos desde la
parte posterior de la casa, los dos estaban abiertos hasta la mitad; es decir,
formaban con la pared un ángulo recto. Es probable que la Policía haya
examinado, como yo, la parte posterior del edificio; pero al mirar las ferrades
en el sentido de su anchura (como deben de haberlo hecho), no se han dado
cuenta de la dimensión en este sentido, o cuando menos no le han dado la
necesaria importancia. En realidad, una vez se convencieron de que no podía
efectuarse la huida por aquel lado, no lo examinaron sino superficialmente. Sin
embargo, para mí era claro que el postigo que pertenecía a la ventana situada a
la cabecera de la cama, si se abría totalmente, hasta que tocara la pared,
llegaría hasta unos dos pies de la cadena del pararrayos. También estaba claro
que con el esfuerzo de 3 3,5 pies = 1 metro aprox. 4 2 pies = 60 cm. (aprox.)
una energía y un valor insólitos podía muy bien haberse entrado por aquella
ventana con ayuda de la cadena. Llegado a aquella distancia de dos pies y medio
(supongamos ahora abierto el postigo), un ladrón hubiese podido encontrar en el
enrejada un sólido asidero, para que luego, desde él, soltando la cadena y
apoyando bien los pies contra la pared, pudiera lanzarse rápidamente, caer en
la habitación y atraer hacia sí violentamente el postigo, de modo que se
cerrase, y suponiendo, desde luego, que se hallara siempre la ventana abierta.
»Tenga
usted en cuenta que me he referido a una energía insólita, necesaria para
llevar a cabo con éxito una empresa tan arriesgada y difícil. Mi propósito es
el de demostrarle, en primer lugar, que el hecho podía realizarse, y en segundo,
y muy principalmente, llamar su atención sobre el carácter extraordinario, casi
sobrenatural, de la agilidad necesaria para su ejecución.
»Me replicará usted,
sin duda, valiéndose del lenguaje de la ley, que para «defender mi causa»
debiera más bien prescindir de la energía requerida en ese caso antes que
insistir en valorarla exactamente. Esto es realizable en la práctica forense,
pero no en la razón. Mi objetivo final es la verdad tan sólo, y mi propósito
inmediato conducir a usted a que compare esa insólita energía de que acabo de
hablarle con la peculiarísima voz aguda (o áspera), y desigual, con respecto a
cuya nacionalidad no se han hallado siquiera dos testigos que estuviesen de
acuerdo, y en cuya pronunciación no ha sido posible descubrir una sola sílaba.
A estas palabras comenzó a formarse en mi espíritu una vaga idea de lo que
pensaba Dupin. Me parecía llegar al límite de la comprensión, sin que todavía
pudiera entender, lo mismo que esas personas que se encuentran algunas veces al
borde de un recuerdo y no son capaces de llegar a conseguirlo. Mi amigo
continuó su razonamiento.
—Habrá usted visto
—dijo— que he retrotraído la cuestión del modo de salir al de entrar. Mi plan
es demostrarle que ambas cosas se han efectuado de la misma manera y por el
mismo sitio. Volvamos ahora al interior de la habitación. Estudiemos todos sus
aspectos. Según se ha dicho, los cajones de la cómoda han sido saqueados,
aunque han quedado en ellos algunas prendas de vestir. Esta conclusión es
absurda. Es una simple conjetura, muy necia, por cierto, y nada más. ¿Cómo es
posible saber que todos esos objetos encontrados en los cajones no eran todo lo
que contenían? Madame L'Espanaye y su hija vivían una vida excesivamente
retirada. No se trataban con nadie, salían rara vez y, por consiguiente, tenían
pocas ocasiones para cambiar de vestido. Los objetos que se han encontrado eran
de tan buena calidad, por lo menos, como cualquiera de los que posiblemente
hubiesen poseído esas señoras. Si un ladrón hubiera cogido alguno, ¿por qué no
los mejores, o por qué no todos? En fin, ¿hubiese abandonado cuatro mil francos
en oro para cargar con un fardo de ropa blanca? El oro fue abandonado. Casi la
totalidad de la suma mencionada por Monsieur Mignaud, el banquero, ha sido
hallada en el suelo, en los saquitos. Insisto, por tanto, en querer descartar
de su pensamiento la idea desatinada de un motivo, engendrada en el cerebro de
la Policía por esa declaración que se refiere a dinero entregado a la puerta de
la casa. Coincidencias diez veces más notables que ésta (entrega del dinero y
asesinato, tres días más tarde, de la persona que lo recibe) se presentan
constantemente en nuestra vida sin despertar siquiera nuestra atención
momentánea. Por lo general las coincidencias son otros tantos motivos de error
en el camino de esa clase de pensadores educados de tal modo que nada saben de
la teoría de probabilidades, esa teoría a la cual las más memorables conquistas
de la civilización humana deben lo más glorioso de su saber. En este caso, si
el oro hubiera desaparecido, el hecho de haber sido entregado tres días antes
hubiese podido parecer algo más que una coincidencia. Corroboraría la idea de
un motivo. Pero, dadas las circunstancias reales del caso, si hemos de suponer
que el oro ha sido el móvil del hecho, también debemos imaginar que quien lo ha
cometido ha sido tan vacilante y tan idiota que ha abandonado al mismo tiempo
el oro y el motivo.
»Fijados bien en
nuestro pensamiento los puntos sobre los cuales he llamado su atención (la voz
peculiar, la insólita agilidad y la sorprendente falta de motivo en un crimen
de una atrocidad tan singular como éste), examinemos por sí misma esta
carnicería. Nos encontramos con una mujer estrangulada con las manos y metida
cabeza abajo en una chimenea. Normalmente, los criminales no emplean semejante
procedimiento de asesinato. En el violento modo de introducir el cuerpo en la
chimenea habrá usted de admitir que hay algo excesivamente exagerado, algo que
está en desacuerdo con nuestras corrientes nociones respecto a los actos
humanos, aun cuando supongamos que los autores de este crimen sean los seres
más depravados. Por otra parte, piense usted cuán enorme debe de haber sido la
fuerza que logró introducir tan violentamente el cuerpo hacia arriba en una
abertura como aquélla, por cuanto los esfuerzos unidos de varias personas
apenas si lograron sacarlo de ella.
»Fijemos ahora nuestra
atención en otros indicios que ponen de manifiesto este vigor maravilloso.
Había en el hogar unos espesos mechones de grises cabellos humanos. Habían sido
arrancados de cuajo. Sabe usted la fuerza que es necesaria para arrancar de la
cabeza, aun cuando no sean más que veinte o treinta cabellos a la vez. Usted
habrá visto tan bien como yo aquellos mechones. Sus raíces (¡qué espantoso
espectáculo!) tenían adheridos fragmentos de cuero cabelludo, segura prueba de
la prodigiosa fuerza que ha sido necesaria para arrancar tal vez un millar de
cabellos a la vez. La garganta de la anciana no sólo estaba cortada, sino que
tenía la cabeza completamente separada del cuerpo, y el instrumento para esta
operación fue una sencilla navaja barbera.
Le ruego que se fije
también en la brutal ferocidad de tal acto. No es necesario hablar de las
magulladuras que aparecieron en el cuerpo de Madame L'Espanaye. Monsieur Dumas
y su honorable colega Monsieur Etienne han declarado que habían sido producidas
por un instrumento romo. En ello, estos señores están en lo cierto. El
instrumento ha sido, sin duda alguna, el pavimento del patio sobre el que la
víctima ha caído desde la ventana situada encima del lecho. Por muy sencilla
que parezca ahora esta idea, escapó a la Policía, por la misma razón que le
impidió notar la anchura de los postigos, porque, dada la circunstancia de los
clavos, su percepción estaba herméticamente cerrada a la idea de que las
ventanas hubieran podido ser abiertas.
»Si ahora, como
añadidura a todo esto, ha reflexionado usted bien acerca del extraño desorden
de la habitación, hemos llegado ya al punto de combinar las ideas de agilidad
maravillosa, fuerza sobrehumana, bestial ferocidad, carnicería sin motivo, una grotesquerie
en lo horrible, extraña en absoluto a la humanidad, y una voz extranjera
por su acento para los oídos de hombres de distintas naciones y desprovista de
todo silabeo que pudieran advertirse distinta e inteligiblemente. ¿Qué se
deduce de todo ello? ¿Cuál es la impresión que ha producido en su imaginación?
Al hacerme Dupin esta
pregunta, sentí un escalofrío.
—Un loco ha cometido
ese crimen —dije—, algún lunático furioso que se habrá escapado de alguna Maison
de Santé vecina.
—En
algunos aspectos —me contestó— no es desacertada su idea. Pero hasta en sus más
feroces paroxismos, las voces de los locos no se parecen nunca a esa voz
peculiar oída desde la calle. Los locos pertenecen a una nación cualquiera, y
su lenguaje, aunque incoherente, es siempre articulado. Por otra parte, el
cabello de un loco no se parece al que yo tengo en la mano. De los dedos
rígidamente crispados de Madame L'Espanaye he desenredado esté pequeño mechón.
¿Qué puede usted deducir de esto?
—Dupin —exclamé,
completamente desalentado—, ¡qué cabello más raro! No es un cabello humano.
—Yo no he dicho que lo
fuera —me contestó—. Pero antes de decidir con respecto a este particular, le
ruego que examine este pequeño diseño que he trazado en un trozo de papel. Es
un facsímil que representa lo que una parte de los testigos han declarado como
cárdenas magulladuras y profundos rasguños producidos por las uñas en el cuello
de Mademoiselle L'Espanaye, y que los doctores Dumas y Etienne llaman una serie
de manchas lívidas evidentemente producidas por la impresión de los dedos.
Comprenderá usted
—continuó mi amigo, desdoblando el papel sobre la mesa y ante nuestros ojos
—que este dibujo da idea de una presión firme y poderosa. Aquí no hay
deslizamiento visible. Cada dedo ha conservado, quizás hasta la muerte de la
víctima, la terrible presa en la cual se ha moldeado. Pruebe usted ahora de
colocar sus dedos, todos a un tiempo, en las respectivas impresiones, tal como
las ve usted aquí.
Lo intenté en vano.
—Es posible —continuó—
que no efectuemos esta experiencia de un modo decisivo. El papel está
desplegado sobre una superficie plana, y la garganta humana es cilíndrica. Pero
aquí tenemos un tronco cuya circunferencia es, poco más o menos, la de la
garganta. Arrolle a su superficie este diseño y volvamos a efectuar la
experiencia.
Lo
hice así, pero la dificultad fue todavía más evidente que la primera vez.
—Esta —dije— no es la
huella de una mano humana.
—Ahora, lea este pasaje
de Cuvier —continuó Dupin.
Era una historia
anatómica, minuciosa y general, del gran orangután salvaje de las islas de la
India Oriental. Son bien conocidas de todo el mundo la gigantesca estatura, la
fuerza y agilidad prodigiosa, la ferocidad salvaje y las facultades de
imitación de estos mamíferos. Comprendí entonces, de pronto, todo el horror de
aquellos asesinatos.
—La descripción de los
dedos —dije, cuando hube terminado la lectura— está perfectamente de acuerdo
con este dibujo. Creo que ningún animal, excepto el orangután de la especie que
aquí se menciona, puede haber dejado huellas como las que ha dibujado usted.
Este mechón de pelo ralo tiene el mismo carácter que el del animal descrito por
Cuvier. Pero no me es posible comprender las circunstancias de este espantoso
misterio. Hay que tener en cuenta, además, que se oyeron disputar dos voces, e,
indiscutiblemente, una de ellas pertenecía a un francés.
—Cierto, y recordará
usted una expresión atribuida casi unánimemente a esa voz por los testigos; la
expresión «Mon Dieu». Y en tales circunstancias, uno de los testigos
(Montani, el confitero) la identificó como expresión de protesta o
reconvención. Por tanto, yo he fundado en estas voces mis esperanzas de la
completa solución de este misterio. Indudablemente, un francés conoce el
asesinato. Es posible, y en realidad, más que posible, probable, que él sea
inocente de toda participación en los hechos sangrientos que han ocurrido.
Puede habérsele escapado el orangután, y puede haber seguido su rastro hasta la
habitación. Pero, dadas las agitadas circunstancias que se hubieran producido,
pudo no haberle sido posible capturarle de nuevo. Todavía anda suelto el
animal. No es mi propósito continuar estas conjeturas, y las califico así
porque no tengo derecho a llamarlas de otro modo, ya que los atisbos de
reflexión en que se fundan apenas alcanzan la suficiente base para ser
apreciables incluso para mi propia inteligencia, y, además, porque no puedo
hacerlas inteligibles para la comprensión de otra persona. Llamémoslas, pues,
conjeturas, y considerémoslas así. Si, como yo supongo, el francés a que me
refiero es inocente de tal atrocidad, este anuncio que, a nuestro regreso, dejé
en las oficinas de Le Monde, un periódico consagrado a intereses
marítimos y muy buscado por los marineros, nos lo traerá a casa.
Me entregó el periódico,
y leí:
CAPTURADO.- “En
el Bois de Boulogne se ha encontrado a primeras horas de la mañana del día...
de los corrientes (la mañana del crimen), un enorme orangután de la especie de
Borneo. Su propietario (que se sabe es un marino perteneciente a la tripulación
de un navío maltés) podrá recuperar el animal, previa su identificación,
pagando algunos pequeños gestos ocasionados por su captura y manutención.
Dirigirse al número... de la Rue... Faubourg Saint-Germain... tercero.”
—¿Cómo ha podido usted
saber —le pregunté a Dupin— que el individuo de que se trata es marinero y está
enrolado en un navío maltés?
—Yo no lo conozco
—repuso Dupin—. No estoy seguro de que exista. Pero tengo aquí este pedacito de
cinta que, a juzgar por su forma y su grasiento aspecto, ha sido usada,
evidentemente, para anudar los cabellos en forma de esas largas queues a
que tan aficionados son los marineros. Por otra parte, este lazo saben anudarlo
muy pocas personas, y es Coletas. Característico de los malteses. Recogí esta
cinta al pie de la cadena del pararrayos. No puede pertenecer a ninguna de las
dos víctimas. Todo lo más, si me he equivocado en mis deducciones con respecto
a este lazo, es decir, pensando que ese francés sea un marinero enrolado en un
navío maltés, no habré perjudicado a nadie diciendo lo que he dicho en el
anuncio. Si me he equivocado, supondrá él que algunas circunstancias me
engañaron, y no se tomará el trabajo de inquirirlas. Pero, si acierto, habremos
dado un paso muy importante. Aunque inocente del crimen, el francés habrá de
conocerlo, y vacilará entre si debe responder o no al anuncio y reclamar o no
al orangután.
Sus
razonamientos serán los siguientes: «Soy inocente; soy pobre; mi orangután vale
mucho dinero, una verdadera fortuna para un hombre que se encuentra en mi
situación. ¿Por qué he de perderlo por un vano temor al peligro? Lo tengo aquí,
a mi alcance. Lo encontraron en el Bois de Boulogne, a mucha distancia del
escenario de aquel crimen. ¿Quién sospecharía que un animal ha cometido
semejante acción? La Policía está despistada. No ha obtenido el menor indicio.
Dado el caso de que sospecharan del animal, será imposible demostrar que yo
tengo conocimiento del crimen, ni mezclarme en él por el solo hecho de
conocerlo. Además, me conocen. El anunciante me señala como dueño del animal.
No sé hasta qué punto llega este conocimiento. Si soslayo el reclamar una
propiedad de tanto valor y que, además, se sabe que es mía, concluiré haciendo
sospechoso al animal. No es prudente llamar la atención sobre mí ni sobre él.
Contestaré, por tanto, a este anuncio, recobraré mi orangután y le encerraré
hasta que se haya olvidado por completo este asunto.»
En este instante oímos
pasos en la escalera.
—Esté preparado —me
dijo Dupin—. Coja sus pistolas, pero no haga uso de ellas, ni las enseñe, hasta
que yo le haga una señal.
Habíamos dejado abierta
la puerta principal de la casa. El visitante entró sin llamar y subió algunos
peldaños de la escalera. Ahora, sin embargo, parecía vacilar. Le oímos
descender. Dupin se precipitó hacia la puerta, pero en aquel instante le oímos
subir de nuevo. Ahora ya no retrocedía por segunda vez, sino que subió con
decisión y llamó a la puerta de nuestro piso.
—Adelante—dijo Dupin
con voz satisfecha y alegre.
Entró un hombre. A no
dudarlo, era un marinero; un hombre alto, fuerte, musculoso, con una expresión
de arrogancia no del todo desagradable. Su rostro, muy atezado, estaba oculto
en más de su mitad por las patillas y el bigote. Estaba provisto de un grueso
garrote de roble, y no parecía llevar otras armas. Saludó, inclinándose
torpemente, pronunciando un «Buenas tardes» con acento francés, el cual,
aunque, bastardeada levemente por el suizo, daba a conocer a las claras su
origen parisiense.
—Siéntese, amigo —dijo
Dupin—. Supongo que viene a reclamar su orangután. Le aseguro que casi se lo
envidio. Es un hermoso animal, y, sin duda alguna, de mucho precio. ¿Qué edad
cree usted que tiene?
El marinero suspiró
hondamente, como quien se libra de un peso intolerable, y contestó luego con
voz firme: —No puedo decírselo, pero no creo que tenga más de cuatro o cinco
años. ¿Lo tiene usted aquí?
—¡Oh, no! Esta
habitación no reúne condiciones para ello. Está en una cuadra de alquiler en la
Rue Dubourg, cerca de aquí. Mañana por la mañana, si usted quiere, podrá
recuperarlo. Supongo que vendrá usted preparado para demostrar su propiedad.
—Sin duda alguna,
señor.
—Mucho sentiré tener
que separarme de él —dijo Dupin.
—No pretendo que se
haya usted tomado tantas molestias para nada, señor —dijo el hombre—. Ni
pensarlo. Estoy dispuesto a pagar una gratificación por el hallazgo del animal,
mientras sea razonable.
—Bien —contestó mi
amigo—. Todo esto es, sin duda, muy justo. Veamos. ¿Qué voy a pedirle? ¡Ah, ya
sé! Se lo diré ahora. Mi gratificación será ésta: ha de decirme usted cuanto
sepa con respecto a los asesinatos de la Rue Morgue.
Estas últimas palabras
las dijo Dupin en voz muy baja y con una gran tranquilidad. Con análoga
tranquilidad se dirigió hacia la puerta, la cerró y se guardó la llave en el
bolsillo. Luego sacó la pistola, y, sin mostrar agitación alguna, la dejó sobre
la mesa.
La cara del marinero
enrojeció como si se hallara en un arrebato de sofocación. Se levantó y empuñó
su bastón. Pero inmediatamente se dejó caer sobre la silla, con un temblor
convulsivo y con el rostro de un cadáver. No dijo una sola palabra, y le
compadecí de todo corazón.
—Amigo mío —dijo Dupin
bondadosamente—, le aseguro que se alarma usted sin motivo alguno. No es
nuestro propósito causarle el menor daño. Le doy a usted mi palabra de honor de
caballero y francés, que nuestra intención no es perjudicarle. Sé perfectamente
que nada tiene usted que ver con las atrocidades de la Rue Morgue. Sin embargo,
no puedo negar que, en cierto modo, está usted complicado. Por cuanto le digo
comprenderá usted perfectamente, que, con respecto a este punto, poseo
excelentes medios de información, medios en los cuales no hubiera usted pensado
jamás. El caso está ya claro para nosotros. Nada ha hecho usted que haya podido
evitar. Naturalmente, nada que lo haga a usted culpable. Nadie puede acusarle
de haber robado, pudiendo haberlo hecho con toda impunidad, y no tiene tampoco
nada que ocultar. También carece de motivos para hacerlo. Además, por todos los
principios del honor, está usted obligado a confesar cuanto sepa. Se ha
encarcelado a un inocente a quien se acusa de un crimen cuyo autor solamente
usted puede señalar.
Cuando Dupin hubo
pronunciado estas palabras, ya el marinero había recobrado un poco su presencia
de ánimo. Pero toda su arrogancia había desaparecido.
—¡Que Dios me ampare!
—exclamó después de una breve pausa—. Le diré cuanto sepa sobre el asunto; pero
estoy seguro de que no creerá usted ni la mitad siquiera. Estaría loco si lo
creyera. Sin embargo, soy inocente, y aunque me cueste la vida le hablaré con
franqueza.
En
resumen, fue esto lo que nos contó:
Había hecho
recientemente un viaje al archipiélago Índico. Él formaba parte de un grupo que
desembarcó en Borneo, y pasó al interior para una excursión de placer. Entre él
y un compañero suyo habían dado captura al orangután. Su compañero murió, y el
animal quedó de su exclusiva pertenencia. Después de muchas molestias
producidas por la ferocidad indomable del cautivo, durante el viaje de regreso
consiguió por fin alojarlo en su misma casa, en París, donde, para no atraer
sobre él la curiosidad insoportable de los vecinos, lo recluyó cuidadosamente,
con objeto de que curase de una herida que se había producido en un pie con una
astilla, a bordo de su buque. Su proyecto era venderlo.
Una noche, o, mejor
dicho, una mañana, la del crimen, al volver de una francachela celebrada con
algunos marineros, encontró al animal en su alcoba. Se había escapado del
cuarto contiguo, donde él creía tenerlo seguramente encerrado. Se hallaba
sentado ante un espejo, teniendo una navaja de afeitar en una mano. Estaba todo
enjabonado, intentando afeitarse, operación en la que probablemente había
observado a su amo a través del ojo de la cerradura. Aterrado, viendo tan
peligrosa arma en manos de un animal tan feroz y sabiéndole muy capaz de hacer
uso de ella, el hombre no supo qué hacer durante un segundo.
Frecuentemente
había conseguido dominar al animal en sus accesos más furiosos utilizando un
látigo, y recurrió a él también en aquella ocasión. Pero al ver el látigo, el
orangután saltó de repente fuera de la habitación, echó a correr escaleras
abajo, y, viendo una ventana, desgraciadamente abierta, salió a la calle.
El francés,
desesperado, corrió tras él. El mono, sin soltar la navaja, se paraba de vez en
cuando, se volvía y le hacía muecas, hasta que el hombre llegaba cerca de él;
entonces escapaba de nuevo. La persecución duró así un buen rato. Se hallaban
las calles en completa tranquilidad, porque serían las tres de la madrugada.
Al descender por un
pasaje situado detrás de la Rue Morgue, la atención del fugitivo fue atraída
por una luz procedente de la ventana abierta de la habitación de Madame
L'Espanaye, en el cuarto piso. Se precipitó hacia la casa, y al ver la cadena
del pararrayos, trepó ágilmente por ella, se agarró al postigo, que estaba
abierto de par en par hasta la pared, y, apoyándose en ésta, se lanzó sobre la
cabecera de la cama. Apenas si toda esta gimnasia duró un minuto. El orangután,
al entrar en la habitación, había rechazado contra la pared el postigo, que de
nuevo quedó abierto.
El marinero estaba
entonces contento y perplejo. Tenía grandes esperanzas de capturar ahora al
animal, que podría escapar difícilmente de la trampa donde se había metido, de
no ser que lo hiciera por la cadena, donde él podría salirle al paso cuando
descendiese. Por otra parte, le inquietaba grandemente lo que pudiera ocurrir
en el interior de la casa, y esta última reflexión le decidió a seguir al
fugitivo. Para un marinero no es difícil trepar por una cadena de pararrayos.
Pero una vez hubo
llegado a la altura de la ventana, cerrada entonces, se vio en la imposibilidad
de alcanzarla. Todo lo que pudo hacer fue dirigir una rápida ojeada al interior
de la habitación. Lo que vio le sobrecogió de tal modo de terror que estuvo a
punto de caer. Fue entonces cuando se oyeron los terribles gritos que
despertaron, en el silencio de la noche, al vecindario de la rue Morgue. Madame
L'Espanaye y su hija, vestidas con sus camisones, estaban, según parece,
arreglando algunos papeles en el cofre de hierro ya mencionado, que había sido
llevado al centro de la habitación. Estaba abierto, y esparcido su contenido
por el suelo. Sin duda, las víctimas se hallaban de espaldas a la ventana, y, a
juzgar por el tiempo que transcurrió entre la llegada del animal y los gritos,
es probable que no se dieran cuenta inmediatamente de su presencia. El golpe
del postigo debió de ser verosímilmente atribuido al viento.
Cuando el marinero miró
al interior, el terrible animal había asido a Madame L’Espanaye por los
cabellos, que, en aquel instante, tenía sueltos, por estarse peinando, y movía
la navaja ante su rostro imitando los ademanes de un barbero. La hija yacía
inmóvil en el suelo, desvanecida. Los gritos y los esfuerzos de la anciana
(durante los cuales estuvo arrancando el cabello de su cabeza) tuvieron el
efecto de cambiar los probables propósitos pacíficos del orangután en pura
cólera. Con un decidido movimiento de su hercúleo brazo le separó casi la
cabeza del tronco. A la vista de la sangre, su ira se convirtió en frenesí. Con
los dientes apretados y despidiendo llamas por los ojos, se lanzó sobre el
cuerpo de la hija y clavó sus terribles garras en su garganta, sin soltarla
hasta que expiró. Sus extraviadas y feroces miradas se fijaron entonces en la
cabecera del lecho, sobre la cual la cara de su amo, rígida por el horror,
apenas si se distinguía en la oscuridad. La furia de la bestia, que recordaba
todavía el terrible látigo, se convirtió instantáneamente en miedo.
Comprendiendo que lo que había hecho le hacía acreedor de un castigo, pareció
deseoso de ocultar su sangrienta acción. Con la angustia de su agitación y
nerviosismo, comenzó a dar saltos por la alcoba, derribando y destrozando los
muebles con sus movimientos y levantando los colchones del lecho. Por fin, se
apoderó del cuerpo de la joven y a empujones lo introdujo por la chimenea en la
posición en que fue encontrado. Inmediatamente después se lanzó sobre el de la
madre y lo precipitó de cabeza por la ventana.
Al ver que el mono se
acercaba a la ventana con su mutilado fardo, el marinero retrocedió horrorizado
hacia la cadena, y, más que agarrándose, dejándose deslizar por ella, se fue
inmediata y precipitadamente a su casa, con el temor de las consecuencias de
aquella horrible carnicería, y abandonando gustosamente, tal fue su espanto,
toda preocupación por lo que pudiera sucederle al orangután. Así, pues, las
voces oídas por la gente que subía las escaleras fueron sus exclamaciones de
horror, mezcladas con los diabólicos parloteos del animal.
Poco me queda que
añadir. Antes del amanecer, el orangután debió de huir de la alcoba, utilizando
la cadena del pararrayos.
Maquinalmente cerraría
la ventana al pasar por ella. Tiempo más tarde fue capturado por su dueño,
quien lo vendió por una fuerte suma para el Jardín desplantes. Después de haber
contado cuanto sabíamos, añadiendo algunos comentarios por parte del Prefecto
de Policía, Le Bon fue puesto inmediatamente en libertad. El funcionario, por
muy inclinado que estuviera en favor de mi amigo, no podía disimular de modo
alguno su mal humor, viendo el giro que el asunto había tomado y se permitió
una o dos frases sarcásticas con respecto a la corrección de las personas que
se mezclaban en las funciones que a él le correspondían.
—Déjele que diga lo que
quiera —me dijo luego Dupin, que no creía oportuno contestar—. Déjele que
hable. Así aligerará su conciencia. Por lo que a mí respecta, estoy contento de
haberle vencido en su propio terreno. No obstante, el no haber acertado la
solución de este misterio no es tan extraño como él supone, porque, realmente,
nuestro amigo el Prefecto es lo suficientemente agudo para pensar sobre ello
con profundidad. Pero su ciencia carece de base. Todo él es cabeza, mas sin
cuerpo, como las pinturas de la diosa Laverna, o, por mejor decir, todo cabeza
y espalda, como el bacalao. Sin embargo, es una buena persona. Le aprecio
particularmente por un rasgo magistral de hipocresía, al cual debe su
reputación de hombre de talento. Me refiero a su modo de nier ce qui est, et
d'expliquer ce qui n'est pas.
FIN
Documento preparado por el
Área de Filosofía. IER Cristales. 2018. Alba Nidia Sánchez Monsalve. Docente.
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